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Las campanas de Aragón: un medio de comunicación                                                          Dr. Francesc LLOP i BAYO

Los campaneros

Para comprender mejor los toques de campanas, parece conveniente analizar la figura del campanero, conociendo su aprendizaje, las características de su trabajo así como la organización de grupos para la realización de tareas concretas y cíclicas como los toques festivos.

El campanero estaba unido indisolublemente al sacristán en las pequeñas comunidades tradicionales y separado radicalmente en villas y ciudades. Era un profesional, casi siempre pagado por su trabajo en dinero o especies, mientras que el grupo de ayudantes estaba formado por gentes de buena voluntad que por amistad o afición ayudaban al titular en ciertas ocasiones. Esta afición, manifestada como causante de la profesión en la mayor parte de los casos estudiados, puede estar relacionada con el aprendizaje infantil de los toques, a través de familiares o de otros sacristanes. Debemos convenir en llamar, tal y como lo hacen ellos, campaneros a aquellos de villa o ciudad dedicados exclusivamente a las campanas, y cuyo trabajo terminaba con los toques. Los sacristanes, por el contrario, eran aquellos empleados de iglesias de pueblos pequeños, ocupados tradicionalmente en el servicio auxiliar al culto así como en el toque de las dos o tres campanas del lugar, como parte de su trabajo.

El aprendizaje

Los modos de aprendizaje permiten comprender las motivaciones de los últimos sacristanes y campaneros, así como los procesos de internalizar las normas de manera tan fuerte, que hizo que tales reglas superviviesen más allá de las instituciones y de las necesidades de comunicación tradicionales. Parece que los lejanos aprendices lo hacían por imitación y por afición, subiendo semana tras semana a la torre para ver actuar a sus maestros y esperando tener, algún día, su oportunidad. A ello unían cierta devoción, un interés más o menos difuso por las cosas de la Iglesia, y la fascinación ante los rituales de una liturgia compleja y misteriosa a la par que eficaz y subyugante.

La edad de aprendizaje

En todos los procesos de aprendizaje, menos un único caso al que me referiré ahora mismo, el contacto infantil con las campanas y sus toques se dió a través de dos vías: por un lado aquellos cuyos familiares cercanos eran profesionales, tanto sacristanes como campaneros, mamaron, si vale la expresión, los ritmos y las normas, desde su más tierna edad; no en balde muchos de ellos habían nacido en una estancia inferior de la torre, inmediata a las campanas. Ellos aprendieron naturalmente a través de sus padres.

El segundo grupo, que reúne a la mayor parte de los actuales sacristanes y/o campaneros, es el de aquellos que fueron monaguillos, hasta los diez/quince años, llegando en algún caso extraordinario hasta la edad de ir al servicio militar. Aprendieron, entonces, a veces por imitación de algún sacristán viejo, y sobre todo por afición, porque les gustaba aquello. Y precisamente porque les sigue gustando, y por su cierta cercanía a la iglesia, al morir el anterior sacristán, el de toda la vida, fueron llamados por el actual sacerdote para substituirlos. Casi todos ellos justifican el inicio de su vuelta a las campanas en esta llamada, a la muerte del anterior responsable, a menudo para tocar las campanas en su entierro. En este segundo grupo, los que aprendieron de niños, por ser monaguillos, aparece a veces la sensación de no existir un proceso de aprendizaje formalizado, lo que es justificable, ya que la transmisión pudo darse, de monaguillos veteranos a los más bisoños, lentamente, bajo la dirección más o menos consciente del sacerdote de turno.

Hay un caso diferente, como es el del sacristán y campanero de Caspe: su aprendizaje fué muy tardío y forzado, al ser contratado como servidor de la iglesia por baja tras accidente laboral. Su aprendizaje no tuvo lugar ni por afición ni por imitación, ni tampoco durante la infancia; fué un sacerdote quien le marcó las normas para ayudar al culto, incluyendo ahí el toque de las campanas. Esto puede justificar la sencillez esquemática de los toques, su evolución hasta límites mínimos, su, si se me permite, falta de pasión.

El campanero de la Seo pudiera ser un caso parecido, en cuanto aprendió tardíamente a tocar las campanas al estilo de la primera Catedral zaragozana, pero no se trata de un caso extraordinario; también el del Pilar, su maestro, procedía de otro lugar y aprendió de mayor a tocar. En ambos casos vuelve a producirse, sin embargo, el proceso de aprendizaje infantil ya que ambos fueron sacristanes en sus pueblos de origen y, para llegar a serlo de las catedrales, pasaron antes por sendas parroquias de la ciudad, en una larga carrera profesional.

Cabe preguntarse, como lo hacíamos al referirnos a los aspectos emocionales de las campanas, si las profundas motivaciones y vagas sensaciones que despiertan las campanas no son fruto de un aprendizaje durante la infancia, tanto para el toque como para su recepción. Hasta qué punto las campanas atraen a los niños y les despiertan la afición, que quedará para siempre, o bien, hasta donde la afición es fruto de la devoción, o incluso si es el contacto directo el que trae el interés por el tema... son preguntas planteadas a las que, aún, no puedo contestar. Sirva, por lo menos, como leve respuesta, la contestación del sacristán de Torrelacárcel que justificaba su afición a las campanas por su acceso a ellas durante sus primeros años: Soy el primero que me ha gustado subir, porque como me tocó de pequeño, pues me gustaba, pero ahora ya de ninguna forma. De forma sorprendentemente similar contestó el sacristán de Uncastillo: El tocar las campanas si lo vamos a mirar es más porque a uno le gusta, ¿eh? Y ya como lo ha mamao desde joven, pues, en fin, le gusta de vez en cuando hacer un poquico de manifestación.

La afición por tocar las campanas

Muchos de los campaneros y sacristanes entrevistados afirman que tocan por afición: ya sabemos que tal interés procede, casi siempre, de un aprendizaje en la infancia, reforzado por una profesionalización a menudo recompensada económicamente. La idea de afición, con esta palabra, va a menudo asociada, como ya hemos visto en otros lugares, con la inclinación hacia las cosas de la Iglesia. Alguno de los sacristanes matiza ésto, al justificar la no continuidad de sus hijos en la tarea en la cual ellos sucedieron a sus padres. Así el de Cariñena afirma que a sus hijos les gustaba la iglesia, pero no para estar allí, ya que la iglesia, cuando hay que quedarse allí, no daba de comer. La afición a las campanas puede ir unida, también, a un amor hacia la tradición, bien separada de las creencias religiosas, como afirmaba el informante de Agüero: aunque sea socialista, me gustaba y me gusta, las tradiciones me han gustado siempre; he sido muy tradicional. La afición es motivo suficiente para el campanero de Huesca, ya que ésto no es pagao ni con dinero: el ejercicio de los toques le impide, a menudo, asistir a los toros o al cine, o incluso al fútbol. La afición es también la causa de la asistencia y participación irregular de los campaneros de Ateca. Y decimos irregular porque, a pesar de su interés, han de abandonarla por buscarse, económicamente, la vida: Pues aquí estamos, desde luego, porque nos gusta, nos gusta ésto, lo vivimos, pero claro, tenemos un trabajo que hay momentos que ésto hay que abandonarlo, que ésto no te da de comer. Si fuera ésto tu profesión...

La clave parece estar por tanto en esta contradicción aparente: afición quiere decir atracción hacia las campanas, probablemente acompañada de cierta predisposición hacia lo religioso, aunque esta relación, solamente intuida, parece unida al papel de sacristán, y por tanto al menor tamaño de la comunidad: en un pueblo, el que tiene afición a las campanas sería una persona más bien religiosa, mientras que en las ciudades sería más bien poco. Así pues, afición igual a atracción, matizada por lo religioso, pero determinada por lo económico: sobre todo a partir de cierta edad, y para los toques regulares, si no pagan al campanero, éste no sube a tocar.

La práctica de los toques

Pocas indicaciones tenemos de la construcción de aparatos para practicar, como acostumbran los carillonistas, aunque en algunos lugares los niños se entretenían golpeando rejas u otros artefactos metálicos, reproduciendo los toques de las campanas de la torre, como dice GARCIA LORCA en unos recuerdos autobiográficos citados por CASTRO (1982:25):

Enfrente de la iglesia está la casa donde yo nací. Es una casa grande, pesada, majestuosa en su vejez. Tiene unas rejas que suenan a campanas. Cuando niño mis amiguitos y yo tocábamos en ellas con una barra de hierro y su sonar nos volvía locos de alegría; y simulábamos tocar a fuego, a muerto y a bautizo.

En Alcorisa, ELISEO ALQUÉZAR nos contó que se había hecho con cuerdas y palos, un montaje para aprender y practicar los toques en su casa, aunque a los ocho años ya tocaba, ayudando al campanero:

A mí me enseñó el campanero que había [...] ¡y a la que tenía mis dos o tres años ya tocaba! En casa, cogía una tranca y echaba una cuerda, y a la que tenía ocho añicos ya tocaba los batajos, ese entierro [...] En casa, ¡p'aprender, p'aprender! ¡Y a lo que iba a tocar ya sabía!

Estuve aquí tantos años que lo fuí cogiendo poco a poco [...] ¡Y yo después estuve de chico pequeñico con aquel hombre hasta que se murió! ¡Quince o veinte años aquí!

El campanero de Huesca asocia profesionalidad con falta de ensayo:

«¿Quiere ensayar antes?» Digo: «¡No, no!» Digo: «Perdóneme usted pero los profesionales no ensayamos nunca.»

Enseñanza de padres a hijos

En uno de los lugares investigados, no recogido en la selección, en Carenas, en la Comunidad de Calatayud, nos mencionaron una manera de aprendizaje que bien pudo ser común a muchos otros lugares: el campanero mayor, a menudo padre o tío de los aprendices, dejaba que el niño cogiese las cuerdas para el repique, agarrándole las manos; el mayor, al principio, llevaba el ritmo y poco a poco, semana tras semana, iba aflojando su presión hasta que el menor, que había aprendido por los ojos, por los oídos y por el tacto, era abandonado a su suerte:

Me cogía la mano, me ponía delante, empezaba él a tocar y yo a seguir el d'este, hasta que ya me dejaba. Él agarrándome las manos, siempre, yo era un chavalico y ya tocaba.

Claro, el padre era sacristán, era el que tenía que tocar, el encargao de tocar las campanas era mi padre. Claro, nos enseñó a tocarlas de chaval, y después nos mandaba a nosotros, en vez de ir él. El campanero era el sacristán; aprendíamos a tocar y después ya tocábamos nosotros.

El caso de Latre no carece de interés; una casa tiene la llave de la iglesia, y el encargo de tocar las campanas, mientras que el papel de sacristán, aparentemente ausente de la comunidad, es interpretado por los niños monaguillos. El padre, el abuelo, el bisabuelo del informante tuvieron la llave y, como él, se encargaron de tocar. El proceso de aprendizaje parece que estaba delimitado por dos aspectos: las críticas de los mayores y el interés personal en aprender: Pero primeramente cuando uno lo hace mal, pues le dicen: «Oye, mira a ver si lo haces mejor, porque éso no es tocar. ¡Éso parece que es para echar a cualquiera del pueblo!» Cuando te sale ya bien la cosa, pues ya lo vas haciendo mejor, pero aún te falta, tiene que poner interés en la cosa, y al final...

El campanero de Uncastillo aprendió naturalmente, porque ésto ya lo cogí de muy joven, ¿eh?, que apenas sabía andar, y luego mi padre era sacristán y campanero también. Del mismo modo, el de Huesca aprendió, naturalmente, de su padre. También el informante de Agüero subía, acompañando a su tío, quien a veces le dejaba las cuerdas, por si acaso tuviese que substituirle alguna vez: No me enseñaba, pero subía con él. [...] Y algunas veces le decía: «Tío, déjeme que voy a tocar yo un poco.» Dice: «¡Toma, toma, toma por si acaso, a lo [mejor] me voy yo de aquí y puedes... de tocar!»

En Zaragoza, donde los campaneros de ambas catedrales necesitaban para los toques diarios un ayudante y varios para los extraordinarios, recurrieron, que sepamos, a sus hijos; para ser exactos a una hija, en ambos casos, que vivía con ellos, para la colaboración diaria. Para los toques festivos, que requerían el bandeo de la campana grande, eran los hijos o incluso los yernos quienes participaban. No se trataba de una transmisión de enseñanza sino de una división del trabajo.

El extraordinario caso de la Catedral de Jaca

Dentro de los procesos de transmisión familiares del conocimiento el caso familiar de Jaca es del mayor interés: los campaneros de la catedral funcionaban como una de las casas altoaragonesas, al menos desde el segundo tercio del siglo pasado, ya que así parece deducirse de unas correcciones manuscritas de la última Consueta catedralicia.

Los hijos (hombres) salían de la casa a buscar trabajo, y las hijas también, excepto la pequeña, que se quedaba atendiendo a sus padres hasta que le encontraban marido. Este hombre nuevo, procedente de fuera del grupo familiar, iba a trabajar como sacristán, mientras que la mujer, primero hija, luego esposa y madre, y suegra y abuela, era la campanera:

Es oficio de hombres y no de mujeres, pero los hombres debían estar abajo. [...] Se marchaban los chicos, tras aprender un oficio, y luego entre el Obispo y el Cabildo hacían un casamiento con la hija que quedaba en el campanar, para que no se perdiera la tradición. [...] Mi suegra tenía dos o tres hermanas; alguna era maestra. Con el sueldo de la una habían pagao los estudios de la otra.

Esto puede ilustrarse con el esquema siguiente:

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La familia cambiaba aparentemente en cada generación, para nuestra medida, puesto que los apellidos, los del hombre procedente del exterior, eran distintos, aunque estaba siempre presente idéntico grupo familiar, depositario de una misma propiedad. Los hombres eran sacristanes; esa tarea exige en una catedral mucho esfuerzo y muchas labores distintas, que pueden ser estudiados. Las mujeres eran campaneras: los toques de Jaca eran largos y complicados, y por tanto difíciles de aprender, sobre todo por la carencia de normas escritas; la Consueta antes citada solamente dice que el campanero sea fuerte y conocedor de su oficio. Si una niña aprendió desde pequeña los gestos y las técnicas, los internalizaba, repitiéndolos a la perfección: era preciso que los toques sonasen siempre igual, ya que sus mensajes afectaban a toda la ciudad. En este sentido el saber tocar bien las campanas constituía la propiedad familiar. Un sacristán podía aprender su trabajo poco a poco: sus errores, aunque pudieran ser graves por su cercanía a lo sagrado, tenían por lo general menos trascendencia social.

El proceso de aprendizaje de la última campanera ya fue irregular, puesto que su marido, un hombre, había sido el único hijo de la generación anterior, por lo cual no podían seguir la regla de enseñarle un oficio y enviarlo fuera. Fue su mujer, venida del exterior, la que tuvo que aprender, de su suegra, y de su marido, el oficio. El hijo de los últimos sacristán y campanera tradicionales no aprendió, como era usual, pues tenía que salir de la casa, como siempre habían hecho, aunque él lo justificaba alegando la falta de porvenir en la profesión. Su hermana, sin embargo, asegurando la crisis de la institución que así tenía los años contados, tampoco participó de las enseñanzas que la hubieran ligado a la torre y sus campanas: No, además, mi hermana no ha tocao nunca. No, no, porque mi hermana no se éso, no se preocupó, y yo como desde el primer momento ya ví que ahí no tenía nada que hacer, pues entonces ya no, o sea lo hacía más bien por ayudar a mis padres, pero sin ninguna mira de aprender a tocar, ni...

Aprendizaje de otros sacristanes o campaneros

El sacristán y último campanero de Cariñena, también había sido, en tiempos recientes, el primero que aunaba en sí ambas actividades, ya que él conoció un campanero, de quien aprendió, que era distinto de su padre, el sacristán: Mi padre ya era, él era sólo sacristán, y había un campanero que se llamaba Julio, que es el que me enseñó a mí. Que es el que me enseñó a mí, y después nos quedamos mi padre y yo, los dos.

Del mismo modo aprendió, en su infancia, el padre del informante de Mora de Rubielos, del campanero, que no era sacristán: Porque aquí había campanero, vivía en la misma torre, y mi padre pues era chico, como mi hija, como Sofía, y subía, subía, afición como  todos, subía y había veces que le decía: «Toma, chaval, toca.» Y mira, mi padre pues se puso a tocar y desde chaval pues se acordó.

Muchos años más tarde, a la muerte del campanero, este hombre que había aprendido de chaval, reemplazó al tañedor, dedicándose, como él, exclusivamente, al toque de las campanas que compatibilizaba con su trabajo de herrero, tareas ambas en las que le ayudó y sucedió su hijo hasta su emigración.

Por lo general los actuales sacristanes, que no son descendientes directos de aquellas familias de sacristanes y campaneros, en los pueblos, o de sacristanes o campaneros en las villas y ciudades, aprendieron siempre de algún otro que sabía tocar, en su a veces lejana juventud, como ocurre con el actual sacristán de Aguilón: De monaguillo, a lo mejor subía el sacristán y yo subía con él, como hay muchos días que los chavales suben a lo mejor como yo.

El sacristán de Villar del Cobo aprendió por dos vías: a través de la enseñanza de algún sacerdote, y por un sacristán, aunque la motivación era el interés en saber tocar: Los curas que iban viniendo, venían y me icían, pues, «tú subes a tocar y repicas y demás.» Un cura que está en Villastar me dio lección de esto y ya empecé yo a ser sacristán. Aquel es el que me orientó a mí de esto, y también de algún sacristán que había antes. Y tenía interés y aprendí.

Aprendizaje a través de sacerdotes

Los últimos sacristanes-campaneros, de los cuales es paradigmático el caso de Caspe, aprendieron directamente del sacerdote entonces encargado de la iglesia, los reducidos toques necesarios para el culto, así como algunas normas para atender sus funciones de organización y preparación de los materiales y espacios litúrgicos: Pues yo aprendí a tocar; simplemente el cura me dijo: «Pues mire, Víctor, ésto lo haga así, asá.» Simplemente me dió dos o tres explicaciones y me adapté de tal manera que ya no se preocupó más.

La carencia de aprendizaje: los postreros tocadores de pueblo

En Perdiguera, los actuales campaneros, que solamente tocan para los muertos, no recuerdan ningún proceso: lo aprendieron normal, como todos, dando a entender que los toques, conocidos por todo el mundo, solamente requieren ser interpretados por gente de buena voluntad.

En Ateca parece que el aprendizaje venía de unos a otros monaguillos: todo ésto ya viene de atrás; unos sustituyen a otros.

También en Rubielos de la Cérida, el abandono de muchas de las actividades comunitarias por la emigración, ha resuelto la desaparición de especialistas en las campanas; los que tocan, solamente para los difuntos, aprendieron, lejanamente, en su niñez, cuando eran monaguillos,  y había un sacristán, padre del sacerdote del pueblo.

La negación del aprendizaje: el conocimiento como propiedad

Al hablar del fundidor de campanas de Ambel, apareció una extraña actitud: la negativa a compartir sus conocimientos. Otro tanto encontramos a lo largo de Aragón entre muchos campaneros: varios de ellos, ninguno seleccionado para este trabajo, negaron sistemáticamente su enseñanza a jóvenes o niños del lugar que querían aprender. Incluso uno no quería decirnos nada, porque éramos forasteros, pero por fortuna su actitud cambió pronto al conocer nuestros propósitos. Por el contrario nos consta que tanto él como alguno más nos enseñaron, y actuaron sobre todo delante de la cámara y el micrófono, por nuestro interés y porque veníamos precisamente de fuera. Así, en otro de los pueblos, el sacristán, que habíamos conocido gracias a la llamada de una hija del lugar a quien el mismo campanero había negado repetidas veces toda información, incluso días antes de nuestra llegada, fuimos atendidos muy considerablemente por nuestra posición externa.

Pudiéramos proponer la explicación ya apuntada al hablar de la catedral de Jaca: los campaneros, profesionales, cuya única propiedad era su conocimiento del medio y de las técnicas, al compartir su saber perdían la propiedad, sobre todo si eran ancianos, menos ágiles para el toque de pesadas campanas; el joven, que aprendiese, con menos cargas sociales y más fuerza y energía, podía sustituirles, desposeyéndoles del único poder y conocimiento que tenían, dejándoles inermes y desvalidos.

Es algo a tener en cuenta.

La enseñanza a otros

El estado actual de los toques de las campanas en Aragón no es precisamente boyante, como queda de manifiesto a lo largo de este trabajo: la mayor parte de nuestros informantes, que aprendieron de pequeños, son los últimos eslabones de las cadenas que los unen a sus tradiciones locales, tan diversas. Muchos de los sacristanes, que aprendieron de sus padres, no enseñaron a sus hijos, o lo hicieron de modo incompleto, simplificado. Ello queda reflejado en la mayor parte de los entrevistados, que tocaban de una manera rígida, esquemática. Precisamente los más ancianos, los que oyeron tocar a diversas gentes, son los que osan hacer variaciones e incluso aportan pequeñas innovaciones mientras que los otros, posiblemente los últimos campaneros tradicionales, interpretan unos pocos toques, repitiendo siempre, sin apenas variaciones, los mismos temas.

La mayor parte no quiso enseñar a sus hijos, o no pudo hacerlo, ya que muchos quisieron marchar a trabajar fuera nada más pudieron hacerlo. Lo mismo ocurrió con los monaguillos, la antigua fuente de aprendices: pocos aprendieron, pero ninguno tuvo el interés, la paciencia o las ganas de seguir tocando, lo que aseguraba a medio o largo plazo el final de la actividad. Como decía el de Alcorisa, ¡Pues no hay tu tía, chico! ¡No hay manera! ¡Y por ésto llegará a perderse! ¡Porque no hay suplente!

Otro tanto decían en Villar del Cobo, pero no hay ninguno, no hay ninguno; pero detrás de mí, no.

El campanero como profesional

El campanero, un profesional desconsiderado

CASES (1729:13) definía el empleo de las campanas como un medio de comunicación al servicio de la Iglesia: Valese la iglesia de ellas, por no aver hallado mas acomodados instrumentos para llamar el pueblo a lo sagrado; pues no pidiendo el tocarlas mucho arte o industria, es su ribombo, y sonido el que mas se esparce, y dilata, venciendo los avisos de su lengua los estorvos de la distancia.

Creo que la cita es de gran interés, porque demuestra la hipótesis sugerida en otros lugares: las campanas han sido el medio de comunicación más importante durante siglos porque era el más tecnológicamente eficaz. Al mismo tiempo, y como contrapartida, el campanero, que era en principio el único que tenía acceso a ellas, era sistemáticamente despreciado. Una nota al margen del texto anteriormente citado, de STEPHAN BURANT, viene a reforzar la idea; no es nada difícil tocar las campanas y sin embargo sus efectos sonoros son enormes: Nullum autem instrumentorum commodius reperiri potuit ipsis Campanis, ad quas pulsandas magna arte, vel industria opus non est, eaorumque bombus longe, lateque diffunditur.

Ambas citas contienen una primera parte indiscutible, y una segunda que no corresponde con la realidad: las campanas constituyen, de acuerdo con el nivel de desarrollo tecnológico de su tiempo uno de los medios de comunicación más eficaces. En esto tiene razón CASES apuntando la importancia de las campanas, tecnológicamente insuperable para transmitir información sonora a cortas distancias, sin necesidad de otros mediadores. Pero los toques exigían una gran especialización, mucho arte o industria, a pesar de las citas que parecen mostrar lo contrario. Esta doble y contradictoria visión del trabajo del campanero desde el punto de vista de quienes le encargan su misión de anunciar y transmitir información nos servirá, más adelante, para explicar el estado final de los toques de campanas: el campanero era desconsiderado hasta los lugares más bajos de la sociedad, siendo férreamente controlado para producir los necesarios toques que informaban y coordinaban al  grupo.

DIAZ (xxxxxx) sugería que los pregoneros y alguaciles eran mantenidos al margen de la comunidad, precisamente por el gran poder que tenían, el acceso a la comunicación colectiva. A pesar de su interés no parece que tal propuesta explique el comportamiento despectivo hacia los campaneros, considerados, como decía el de Uncastillo, la última sardina en el plato. Ninguno de ellos nos dió a entender que poseyera el dominio del medio sino más bien todo lo contrario, que era un esclavo al servicio de las campanas, el miembro menos importante de la comunidad, aunque fuese necesario para coordinar las actividades del grupo, como aseguraban en Alcorisa: ¡Hombre, claro! ¿No vé usted que el pueblo está esperando? La familia te está esperando, el cura te está esperando, pues si fracasas, ¡todo s'ha jodío! ¡Hombre, claro! ¡Hombre, claro!

Parece interesante transcribir parte de una carta manuscrita por un canónigo como contestación a otra nuestra en la que le solicitábamos si un campanero de su catedral había concedido el título de Campanero Mayor de España a SIMEON MILLAN, del Pilar de Zaragoza, como aseguraban sus hijos; la respuesta pone ciertamente al campanero en su lugar y es buena muestra del papel que tiene asignado desde el punto de vista capitular: Lo del campanero es inverosímil por no decir absurdo. El campanero es un obrero que tira de la cuerda y no puede conceder títulos que no tiene.

Campanero rural, campanero urbano

En algunos momentos de nuestra investigación nos pareció que se trataba de dos tipos distintos y opuestos de personajes, con características casi excluyentes: el de pueblo, sacristán, cantor y campanero, todo por vocación que no por dinero; el de ciudad, exclusivamente campanero, profesional pagado. A continuación veremos tales tipos casi teóricos, aunque el trabajo de campo nos obligó a matizar estas profesiones aparentemente antagonistas en sus orígenes: en los últimos cuarenta o cincuenta años hay un continuum de características, en cuyos extremos se encontrarían estos tipos puros, cuyas actividades nos servirán para comprenderlos.

Pueblo: sacristán y campanero

El campanero rural medio, tal y como existió en casi todos los pueblos de Aragón, era el sacristán de la iglesia, que también tocaba las campanas. Sabía y tenía que cantar la misa en latín, ayudando al único sacerdote, que solía vivir en el mismo pueblo. Tocaba las oraciones, tres veces al día, los repiques de vísperas de domingos y festivos y los toques de difuntos. Era, a menudo, pagado en especies: un campo o unas cantidades pequeñas de dinero. Varios fueron sastres, y sería interesante relacionar ambas actividades. Volviendo a la paga, eran personas más o menos religiosas, pero profesionales: quiero decir con ésto que su actividad, de servicio, era casi siempre pagada, tanto por los toques como por los cantos u otras actividades afines. Muchos aprendieron de su padre, en una cadena vital inacabada, aunque a veces los estrictos sacerdotes de principios de siglo les corregían y enseñaban las complicadas artes litúrgicas entonces vigentes. Las obligaciones de la vida, la poca paga, los cambios personales, hicieron que muchos de nuestros informantes, al crecer, dejasen de tocar las campanas y de asistir al clero. Los actuales sacristanes siguen siendo personas devotas, encargadas del mantenimiento de la iglesia y de la preparación de los oficios, aunque con una menor participación en ellos, por las nuevas corrientes litúrgicas que diluyen los papeles y exigen una mayor cooperación de todos los asistentes. Son casi siempre hombres, pagados por su trabajo, y muchos de ellos no aprendieron de sus padres, que no se dedicaban a éso, sino que fueron llamados por el sacerdote de turno, al fallecer el anterior sacristán, el de toda la vida. Vale ésto para Aguilón, Jabaloyas o Villar del Cobo. La pequeña paga, el desconocimiento o cierto olvido voluntario de la tradición y la ausencia de los curas, entre otras cosas, limitan sus toques a los estrictamente necesarios, como los de misa, de fiesta o de muerto, obviando los de oración o de tormenta, que muchos de ellos ni siquiera conocen. Hay un aspecto en el que quiero incidir, por su interés: dos de los últimos citados, que a pesar de su edad, entre sesenta y setenta años, son sacristanes recientes, han hecho evolucionar una acción litúrgica que ya hacían los antiguos, como el de Villanueva de Jiloca: el rosario por los difuntos. Estos sacristanes, retomando papeles de conductores de la comunidad, y asumiéndolos en lugares donde el sacerdote, que reside fuera, solamente acude en caso de misa o de entierro, han trasladado el antiguo rosario que tenía lugar en la casa mortuoria hasta la iglesia, donde ya no hay problemas de espacio ni de sillas. Su actividad, ciertamente moderna, sugiere una desacralización de la muerte, así como una confirmación de la especialización de los diversos lugares de la comunidad, la iglesia, emplazamiento público y sagrado, para rezar; la casa, lugar privado y secularizado donde vivir o visitar. La doble actividad del sacristán y campanero quedaba resuelta, como ya vemos en las respectivas monografías, con una simplificación de los toques, que pudo haber existido desde siempre: el primero era repicado, exigiendo por tanto la presencia junto a las campanas, pero el otro u otros, era tocado desde la iglesia, con una larga cuerda, a menudo por los monaguillos. Digamos, de pasada, que no sabemos ya si este único toque desde la torre estaba justificado por una idea cíclica del tiempo o por la necesidad del sacristán de bajar para preparar la celebración.

Y, para las procesiones, o no se tocaba, como en Villanueva de Jiloca, o subían los mozos a bandear mientras el sacristán acompañaba con su voz y su presencia al sacerdote en los ritos procesionales.

Sacristanes de villas, campaneros de ciudades

Los campaneros de villas y ciudades, hasta principios de siglo, eran personas separadas de los sacristanes, y ésto era lógico en comunidades complejas, con actividades distintas y bien delimitadas. Así, el de Cariñena nos recuerda que había siete sacerdotes en la villa, uno de ellos organista, y que los campaneros eran gente diferente de los sacristanes. Su padre, en los años veinte, era el sacristán, pero él ya aprendió del otro, del campanero, los toques, ocupando su lugar, y concentrando funciones en una sola persona. Otro tanto ocurrió en Jaca, posiblemente antes, con una curiosa división del trabajo: en las consuetas de mitad del siglo pasado el sacristán aparece como persona distinta del campanero, pero unas correcciones manuscritas parecen sugerir que a principios de esta centuria ya era la misma persona, aunque ya sabemos que en realidad los toques los interpretaba la esposa, mientras que el marido servía al altar. También en Uncastillo acabaron  concentrando ambos trabajos en una sola persona. Los campaneros, así como los sacristanes, eran pagados, entre otras cosas en especies, con una casa junto o bajo la torre, e incluso, a veces, con las palomas criadas entre campanas. En las ciudades los campaneros han seguido, hasta su desaparición, con la salvedad de Huesca, donde todavía sigue en activo, dedicados en exclusividad a sus campanas. Los del Pilar o la Seo participaban, en todo caso, en alguna función auxiliar, como silencieros u organizadores del Rosario de los Devotos, pero no tenían, en principio, que estar repicando y ayudando en el coro, como hacía el de Cariñena o el de Uncastillo. En ambas catedrales zaragozanas colaboraba casi diariamente la hija de los últimos campaneros, ayudando o substituyendo a su padre, pero las tareas principales junto a las campanas estaban a cargo de ellos. Por éso no es de extrañar que el de Huesca tuviera otro trabajo, sin relación con la iglesia; su padre era barquillero, alguno fué conserje del Casino, y él es actualmente ordenanza de la Administración. La separación de los campaneros urbanos de los sacristanes es no solamente evidente sino necesaria: no olvidemos que los de catedrales y parroquias ciudadanas tocaban a coro, durante media o una hora, por la mañana y por la tarde, amén de otras actividades litúrgicas que les obligaban a subir al menos cinco o seis veces al día a sus respectivas torres. Ésto, sin contar los toques de fiestas o de muertos, y las alarmas, que también ellos transmitían. Su actividad estaba compensada no solamente con el edificio en el que vivían, a menudo un piso inferior de la misma torre, sino con dinero, pagado generalmente por actividad y no de manera global o mensual.

Por otro lado, como veremos más adelante, las técnicas eran más complejas para los urbanos, así como los toques más numerosos. Pero no adelantemos acontecimientos: los campaneros-sacristanes de los pueblos y los campaneros de ciudad corresponden a diferentes grados de especialización en una sociedad muy especializada, con grandes preocupaciones e intereses en el ritual litúrgico. Todos ellos son profesionales, mejor o peor pagados, aunque sus ayudantes como veremos ahora, procedan de grupos generalmente voluntarios y benévolos.

La búsqueda de los campaneros

La palabra búsqueda es ambigua, en este caso, porque puede referirse tanto al ofrecimiento de empleo por un patrono como por la petición a alguien que ya ocupa un puesta para que ejerza de su actividad. Vamos a referirnos a ambos procesos: el contrato, oral, como campanero, solicitado por el párroco, y la demanda por parte de la familia para que toque y comunique, cuando sea posible, una reciente defunción. En la mayor parte de los informantes entrevistados encontramos un hecho muy simbólico de llamada para que vayan a ocupar su alto puesto al servicio de la comunidad. Los campaneros no se ofrecen sino que son llamados, muchas veces por defunción del anterior profesional aunque no pocas, en los casos más degradados, se sienten convocados al observar, con tristeza, que hay entierros sin campanas. Descartando momentáneamente aquellos que siguieron tocando, precisamente en villas o ciudades, los de pueblos, y en particular los que siguen tocando o lo han hecho hasta hace muy poco, la muerte del anterior supuso su inicio con las campanas y, quizás, con la sacristía. El de Aguilón fué llamado para tocar a la muerte de un señor sacristán que murió que tenía noventa años [...] Me llamaron: "Oye, por favor, ¿quieres ir a tocar a muerto?" [...] Fuí a tocar a muerto, acabamos el entierro y el cura me dice: "Desde mañana, sacristán." Y aquí estoy. El padre del informante en Mora de Rubielos siguió un mismo proceso: la muerte de un vecino, un familiar nuestro, motivó serias críticas en al pueblo ya que iba a ser enterrado, iba a salir la cruz y el sacerdote, en fin, todo, y sin campanas. ¡Enterrar un señor y sin campanas! El cura se dirigió a alguien que en una ocasión le había dicho que sabía tocar las campanas, y desde entonces siguió tocando hasta su muerte, en que fué reemplazado por su hijo. Los antiguos monaguillos eran también llamados por el sacerdote del momento, que incluso iba a buscarlos a la escuela.

Tanto para los campaneros tradicionales de ciudad (pensemos en Jaca, ya de cierto tamaño para lo que suponen las poblaciones en Aragón) como para los de pueblo, el proceso era siempre el mismo: nada más ocurrida la defunción, si era de día, o al amanecer si había acaecido por la noche, iban a buscar al campanero, sacándolo a menudo de la cama, en una secuencia prácticamente similar en todos los lugares. Cuenta el de Aguilón que inmediatamente vienen a avisarme y yo subo y si se muere por la noche pues generalmente vienen antes de que yo me vaya al campo. El proceso se repite en Alcorisa, donde ná mas morirse ya vienen a casa a avisar. [...] Y por la tarde, a la hora que el párroco me dice. El doble aviso es interesante, y tiene sentido en un contexto de comunicación que no hemos de olvidar en ningún momento al estudiar estos toques tradicionales: la llamada inmediata es de la familia al campanero, para que avise, en cuanto las reglas de respeto al silencio de la noche lo permitan, de la reciente defunción. Más adelante, sin embargo, ya toma el control la institución, es decir el sacerdote, que marca cuando hay que tocar para avisar y acompañar el funeral, al decidir en qué momento tendrá lugar.

Los grupos de campaneros

La organización de los grupos de trabajo que ayudan, complementan o incluso substituyen las labores del encargado de las campanas, ya sea sacristán o campanero, es interesante porque, a través de ella, y de sus adaptaciones a las necesidades locales, se puede percibir la diversa especialización así como la distinta consideración de unos y otros participantes. La presencia, más o menos numerosa, de ayudantes no carece de importancia ya que según la fuerza presente los toques, especialmente los bandeos, serán más o menos largos y nutridos.

Nos detendremos, sobre todo, en la organización de grupos que substituyen a los sacristanes, en los asistentes que ayudan a los campaneros para ciertas actividades festivas así como aquellos conjuntos aparentemente informales que emergen en algunas ocasiones.

Los sacristanes y sus substitutos para las procesiones y entierros

Ya señalamos que los sacristanes, que tenían cosas que hacer y decir, sobre todo en las procesiones y entierros, delegaban su trabajo entre campanas a algún familiar cercano o a los monaguillos, con la excepción de Villanueva de Jiloca, donde las campanas permanecían mudas. Esto pudiera plantear algunos problemas teóricos, como son el control del medio y del mensaje, e incluso la conservación del instrumento: ya vimos como la mayor parte de las campanas rotas, o por lo menos así se cree, fueron durante las procesiones, cuando los mozos, medio borrachos, hacían gala de fuerza y brutalidad, e incluso intentaban, con esas fórmulas de las que todos han oído hablar, como la boina o el trozo de lana, quebrar la campana.

Un grupo peculiar, todavía activo, como es el de Agüero, nos da pistas para comprender los pueblos y las pequeñas villas, donde el sacristán se encarga de los toques de las campanas, cuando no atiende a sus obligaciones tanto en el coro como en rededor del altar. Los mozos o mejor dicho los que lo fueron y que sienten que deben seguir subiendo, se organizan por parejas o incluso por tríos de modo que dos tocan la campana grande, mal conservada aunque muy compensada, mientras que uno o a veces dos, bandea la mediana, mucho más ligera de yugo y por tanto más rápida en su vuelta. Aquí, de acuerdo con la estética local tradicional, las campanas giran alternativa y acompasadamente, una tras la otra: como la menor es más rápida en sus circunvalaciones ha de ser detenida breves instantes mientras la mayor sigue, incesante, en su toque. La organización no es solamente sincrónica, es decir en un momento dado una campana gira a cierta velocidad con respecto a la otra, sino diacrónica: al cabo de un rato de tocar la pareja se cansa y por tanto la campana va más lentamente. La pareja de relevo se acerca entonces levemente la espalda de los que tiran del yugo de la campana, quienes se apartan. El otro u otros de la campana menor han de seguir atentamente la maniobra, sin dejar de tañer, para acelerar debidamente el volteo de acuerdo con la creciente velocidad marcada por los descansados relevos. Todo éste acompasamiento sin palabras es tenido en cuenta por la gente, que apercia si o relevo ha sido bueno o malo. No hay sacristán en la actualidad, pero parece, como en tantos otros sitios, que no subía ese día porque sus obligaciones estaban en otro lugar.

Los ayudantes de los campaneros

El caso de Agüero, relacionado con una villa mediana, se prolonga hasta las ciudades pequeñas: no olvidemos Jaca, donde antiguamente amigos y vecinos subían, benévolamente, a bandear las tres campanas que pueden hacerlo el día del Corpus, el de Santa Orosia o el de San Pedro. La desaparición práctica de la familia de campaneros, los hábitos urbanos con la consecuente especialización y profesionalización laboral han desembocado actualmente en la creación de un grupo de volteadores, que no tienen otro contacto con las campanas, pagados y enviados por el Ayuntamiento.

El campanero de Alcorisa nos pone en la pista de los tres niveles de organización para actividades diferentes: las digamos cotidianas, como los toques de difunto o los repiques, que él realiza solo; las celebraciones menores, como las fiestas de algunas calles, para las cuales algunos vecinos de ese barrio suben a ayudarle, y las grandes festividades, organizadas por el Ayuntamiento, para las que tiene que buscar algunos hombres, ya que no hay, como antes, grupos de jóvenes voluntarios que suban a tocar.

En Huesca los tañedores de campanas recibían diversos nombres según su especialización: campanero titular, campanero suplente, volteador. El campanero no solamente se caracterizaba por su conocimiento de los toques, especialmente de los repiques, sino por la organización del grupo de volteadores, formado a veces por los vecinos de cierto barrio en fiestas o por los miembros de una cofradía o gremio, como definía el campanero: bandear es fácil, cualquiera lo puede hacer, mientras que el repique, solamente conocido por unos pocos, los profesionales, es lo que caracterizaba a los que eran de verdad campaneros.

Los grupos espontáneos: mujeres, quintos y otros marginados

En algunas fiestas no tocaba el campanero ni sus ayudantes, ni tampoco lo hacían los mozos, sino otros grupos aparentemente espontáneos, formados casi de repente, para celebrar y manifestar sus festividades. En tales casos no se esperaba que supieran tocar, ni siquiera mal, sino que su presencia voluntaria bastaba. No parece que los campaneros, sacristanes u otros especialistas subieran, en tales casos, a controlar o a coordinar a los que subían.

Las mujeres, durante el día de Santa Águeda, subían a tocar en muchos lugares, aunque en algunos, como en Huesca, no lo hacían en las torres importantes, reservadas a los campaneros profesionales, sino en una ermita, que se llama las Mártires, y está Santa Águeda, como, cuya patrona es.

En Torrelacárcel subían el sábado de las mozas, el anterior a la pascua de Pentecostés; ¡pues las mozas toda la tarde bandeando!

Los quintos, en Ateca, subían y ponían una bandera, subían y no hacían más que digamos un chapurreau de campanas; a lo mejor daban un mal toque. El desorden, el intento de tocar era reconocido como característico de este grupo anual, que era el único, a parte de los monaguillos campaneros, que tenía acceso a la torre y sus campanas ya que ésto ha estao bajo llave todo, ésto ha sido bajo llave.

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