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 Técnicas Tradicionales de Construcción en Aragón. Los Monegros.                        Ana Maorad y Felix Rivas

LAS ADOBAS. LOS LADRILLOS Y LAS TEJAS

(redactado por Felix A. Rivas)

Los ladrillos y las tejas

 La elaboración de ladrillos y tejas

Contamos con testimonios procedentes en su mayor parte de las localidades de Grañén, Lanaja, Lastanosa y Perdiguera acerca de los trabajos del tejar y de la elaboración de tejas y ladrillos, además de dos interesantísimos trabajos referidos a las comarcas de Valdejalón y Ribagorza/ Ribagorça que nos servirán de complemento y ayuda en el desarrollo de este apartado.

La materia prima con que se realizaban ladrillos y tejas solía ser tierra roya, buro o salagón que, al contrario de lo que sucedía con las adobas, generalmente se extraía de una cantera o zona determinada del monte, normalmente lo menos lejana posible del tejar. En Lanaja incluso nos contaron que podían coger tierra de diferentes emplazamientos con el objetivo de mezclarla y conseguir una composición óptima de la materia prima. La manera de extraerla tampoco era directamente sino que se realizaba una tarea previa consistente en picarla una primera vez para dejar suelta la capa superior y que el reposo y las inclemencias del tiempo como el sol, el aire y la lluvia colaborasen en su disgregación. En Lalueza por ejemplo nos contaron que esta operación se solía hacer en invierno y que la tierra removida se dejaba en el mismo sitio varios meses hasta su recogida posterior. En otros casos parece que podía no ser necesario este primer paso ya que, dependiendo de cómo fuese el estado de la cantera de tierra en cuestión, esa capa superficial de tierra ya desmenuzada se iba produciendo de manera natural y era aprovechada con buena vista por los tejeros.

Normalmente, después de esta primera labor se volvía a picar de nuevo sobre el terreno igual que la primera vez, rascándolo con la jada, y ya se trasladaba al espacio de la bobila. En principio, tal como llegaba esta tierra ya podía emplearse en el proceso de amasado aunque en otras zonas fuese común que se porgara o cribara, cosa de la que en Monegros solo nos hablaron en Leciñena. Con posterioridad sí que se dispusieron de molinos que volvían más cómoda esta tarea de preparación de la tierra.

El siguiente paso consistía en masar la tierra con agua para lograr una masa uniforme en un punto adecuado de humedad que facilitara el empleo del molde de tejas y ladrillos y que garantizara una buena calidad final del material una vez cocido. Poco nos hablaron de este paso en Monegros aunque parece que no difiere excesivamente del que solía ser común en otras zonas y del propio de las adobas en la misma comarca. El agua se traía desde algún lugar cercano como en Lastanosa una balsa muy próxima al tejar. En la misma era del conjunto se hacían unas balsas o zanjas en las que se mezclaban agua y tierra, normalmente llenándolas de agua hasta una altura adecuada para que al ir echando la tierra poco a poco quedasen llenas cuando la mezcla tuviera un grado de humedad y compactación adecuado. El barro resultante, entonces o después de un día de reposo, se masaba con los pies tal como nos dijeron en Lalueza, y al llegar al punto de amasado adecuado, si era necesario esperar para su empleo, podía echarse encima un poco de paja que ejercía un efecto aislante para impedir que la masa perdiera humedad y pudiera secarse y agrietarse.

Si no, se extraía con la jada y se iba arrojando a un montón sobre la era donde el barro se cortaba en trozos con una espada o cuchilla larga para ir llevándolo al lugar donde se le iría dando la forma dentro del molde. Esta operación se realizaba siempre sobre una mesa situada junto a la era al aire libre. Por lo que nos contaron en Lastanosa, el pedazo de barro que se dejaba encima de la mesa se correspondía con el equivalente entre 5 y 6 ladrillos o tejas que era la cantidad de piezas que se moldeaban de una vez. Con ayuda de una espada más pequeña se dividía en sendos fragmentos que pasaban a introducirse dentro del molde que se enrasaba y cuyo barro sobrante se echaba de nuevo al montón para que no se desaprovechara.

Por lo que puede apreciarse en otros estudios sobre la fabricación tradicional de ladrillos, el molde que se utilizaba era similar al de las adobas, de madera y con dos huecos, aunque en algunos casos podía ser de cuatro huecos. Otra práctica habitual, no recogida en la comarca pero que seguramente también tendría lugar en ella, era la de disponer de un recipiente con agua en el que remojar el molde cada vez que se utilizaba para que el barro de los ladrillos todavía crudos no se quedase adherido en sus paredes. También, en algunos casos, después de mojado el molde se rociaba con ceniza o arena fina. Además, esta tarea de dar la forma a los ladrillos podía realizarse directamente sobre el suelo en lugar de sobre un banco o una mesa.

La misma tarea de adaptar el barro a la forma del molde era un poco más laboriosa en el caso de las tejas. Con una cuchilla se cortaba el pedazo de barro adecuado y se echaba dentro del molde. Éste no era rectangular como el de los ladrillos sino ligeramente trapezoidal, un poco más estrecho de una punta que de la otra, de menor altura y podía estar fabricado en metal. También para que no se quedase pegado el barro se espolvoreaba de arena fina la superficie de la mesa sobre la que se operaba. Con las manos se procuraba rellenar bien todos los huecos del molde hasta pasarle un rodillo o un palo de madera para enrasarlo por encima.

En alguna localidad como Perdiguera podían dejarse varias de estas tejas crudas y planas en una aparador en espera del siguiente paso del proceso.

Una vez había quedado definido el contorno de la futura teja había que proporcionarle su característico perfil curvo. Para ello era necesario que el barro tenía presentara un grado de consistencia suficiente para que al ser depositado en la era se sostuviera por si mismo. Esta operación se realizaba mediante la corbeta o galápago, una horma o molde de metal (hierro u hojalata) curvado de forma convexa y adaptado a la futura forma de la teja que contaba además con un mango que sobresalía desde su extremo más ancho y que facilitaba su manejo. Cada vez que se usaba solía pasarse asimismo por agua o espolvorearse con arena fina. Su empleo consistía en acercarlo al extremo lateral de la mesa sobre la que se encontraba el molde lleno de barro y enrasado que, a su vez, se aproximaba hacia ese mismo lado y se iba sacando de la mesa de tal forma que el barro iba depositándose sobre la corbeta quedando totalmente adaptado a su forma. Así, sobre la corbeta, la futura teja se trasladaba hasta su puesto correspondiente sobre el suelo de la era donde se le pasaba las manos por encima y, tirando del galápago, la teja quedaba apoyada sobre el suelo con su forma definitiva para su consiguiente secado.

Antes de dejar tanto tejas como ladrillos sobre el suelo de la era, había que realizar un mínimo acondicionamiento del suelo que, al menos en Perdiguera, consistía en humedecerla ligeramente y rociarla de arena fina para que, de nuevo, el barro no se quedase pegado antes de secarse del todo. La cantidad de días que tardaban en secarse las piezas era uno o dos en verano si hacía sol, y hasta 8 o 10 días si llovía o había niebla.

Aunque no hemos recogido ningún dato al respecto en Monegros, donde por lo que parece la producción de ladrillos era meno importante en general que la de las tejas de cuya fabricación se recuerda con muchos más detalles, la colocación de los ladrillos ya formados sobre el suelo requería de una operación especial para rebajar los bordes sobresalientes de barro que se solían formar en el momento justo de retirar el molde. Para ello, lo más común era alisar su superficie superior mediante una tabla de madera con un largo mango con la que se iba golpeando y aplastando suavemente las filas de ladrillos para que el tejero pasara después por cada una de ellas con una hoz pequeña para arrancar y retirar esos pequeños rebordes. Otra opción era la de emplear un instrumento especial, el truqueador, para que al sacar el ladrillo del molde quedase con una forma regular. También, aunque no nos lo contaron, debía de cambiarse la posición de los ladrillos en la era para dejarlos sobre su lado largo una vez que habían comenzado a secarse.

En Lanaja nos dijeron que para evitar que las tejas recibieran la humedad del suelo y acabaran hundiéndose se dejaban secar encima de ladrillos ya cocidos. En varias de las localidades sí que recordaban que, después de estar las tejas una horas apoyadas sobre el suelo con su parte convexa hacia arriba, se colocaban de pie y por parejas drechas una contra otra para que acabaran de secarse uniformemente y sin llegar a perder su forma original.

Otra interesante práctica de la que nos informaron en Perdiguera era la de realizar pequeñas inscripciones sobre las tejas. Se hacía en el momento de dejar en el suelo la última teja del día o antes de parar el trabajo a mediodía, con el dedo o con un palico, y se ponía la fecha, el nombre de quien lo hacía o algún sucedido que había ocurrido hacía poco si se podía resumir en una frase corta que cupiese sobre la teja.

En este punto del proceso, el gran enemigo de la faena de los tejeros era la lluvia. Una vez seca la producción, se podía recoger en un cobertizo hasta la próxima hornada, como nos contaron que hacían en Perdiguera, pero eso no parece que fuese lo normal al menos hasta los últimos años de producción cuando, como ocurrió en Lanaja, disponían de algunos plásticos con los que en situaciones de urgencia poder tapar las pilas de piezas sin cocer. Hasta esos años lo más común era que la producción se dejase recogida pero al aire libre. Entonces, si el cielo anunciaba una posible lluvia se disponía de algunos cañizos que se ponían encima de las piezas para protegerlas un poco aunque si caía una tormenta se acababa por destrozar todo, y especialmente si la producción era de tejas ya que los ladrillos aguantaban un poco más. Otra posibilidad, si se preveía lluvia, era meter la máxima cantidad posible de producción dentro del pequeño cubierto o caseta con el que contaban todos los tejares pero era muy raro que entrase en él toda la producción sin cocer y, si se conseguía y especialmente si era de tejas, el peligro era que durante la operación fuesen muchas las que se quebrasen.

Por último, y con muy buen humor, los informantes de Lastanosa nos contaron un remedio de cariz algo diferente para impedir que la lluvia destrozara la producción no cocida del tejar. Se trata de la conocida como rogativa del tejero, por la que cuando los labradores realizaban una rogativa para pedir que lloviera y así poder sacar adelante sus cultivos, se cuenta cómo el tejero y sus ayudantes iban dando vueltas al tejar diciendo sol y aire, agua no, sol y aire, agua no.

Otro elemento imprescindible, la leña para que sirviera de combustible durante la cocción, no solían prepararla directamente los tejeros sino que la compraban o encargaban a ciertas personas que solían hacer leña y que la cortaban, la dejaban preparada atadas en fajos con fenzejos, un tipo de cuerda, y la trasladaban hasta el propio tejar con la ayuda de caballerías o carros. El tipo de leña elegido había de responder a dos criterios fundamentales: el primero que se encontrara sin dificultad en el entorno del tejar y el segundo que no fuesen troncos ni leña recia ya que lo ideal era un combustible que tuviese un alto poder calorífico y que, al mismo tiempo, dejase la menos cantidad de brasa y ceniza posible. Por ello, se gastaban hierbas aromáticas y arbustos como el romero, el asnallo o el carrizo, ramillas de árboles propios del paisaje monegrino como la encina, el pino y la sabina, y algunos subproductos de las faenas agrícolas como las panoteras del maíz o la paja del cereal, citada en varias localidades.

El cargado del horno o enfornau se realizaba con cuidado, disponiendo las tejas o los ladrillos en capas, aprovechando al máximo el espacio disponible pero colocando las piezas de tal manera que quedasen huecos verticales que, a modo de tiro, facilitaran el paso del fuego y el calor por todo el espacio interior. Con los ladrillos, por ejemplo, esto se conseguía poniéndolos drechos y dejando algunas aberturas entre ellos. Al mismo tiempo, esta distribución del peso de las piezas debía de ser tal que no echase a perder la hornada entera por un hipotético desplome interior durante la cocción. Como remate superior, las piezas se tapaban completamente por una capa de cascotes que trataba de impedir en gran medida la pérdida de calor del interior por ese extremo superior.

La leña se iba introduciendo por la boca inferior del horno mediante una especie de horca con el mango muy largo y dos puntas, con la que se cogían los fajos e iban introduciéndose hasta el interior del cenicero. Si el combustible eran arbustos o ramillas como las del romero, el ritmo de trabajo era algo más calmado pero si lo elegido había sido paja, como se quemaba mucho antes que el resto de la leña, había que removerla y estar echando todo el rato por lo que la faena resultaba bastante más cansada.

Desde el momento en el que se prendía fuego hasta que se dejaba de echar leña transcurrían en torno a las 36 o 40 horas. Al principio el ritmo de introducción de la leña era más bien lento, operación que se conocía como templar el horno, y eran los ayudantes o aprendices quienes la iban haciendo aunque bajo la atenta mirada del tejero. Después ya, la leña no se metía con un ritmo continuo sino dando caldas, es decir, espaciando la introducción para concentrarla cada media hora aproximadamente con lo que se conseguía un aumento y sostenimiento de la temperatura interior del horno adecuados para el buen desarrollo de la cocción.

Otra operación que debía realizar el tejero era vigilar para que el fuego se distribuyera de manera uniforme por todo el horno y para ello, si veía que en la parte superior una parte había tomado un color rojo antes que otras, echaba encima de ella un poco de tierra para impedir la entrada de oxígeno por ese lado y, de esa manera, correr el fuego hacia los lados del horno que todavía no estaban suficientemente cocidos. El momento concreto en que debía de pararse la introducción de leña y la cocción era muy importante para asegurar su buen resultado y podía conocerse del característico aspecto rusiente que adoptaban los ladrillos de la parte superior o, tal como se hacía en otras comarcas, por el color negro del humo, o por la rapidez con que prendían unas ramillas que se arrojaban sobre el colmo en ese momento. Entonces se tapaba completamente el remate superior del horno con tierra así como la entrada inferior para que se fuera enfriando poco a poco. Una semana después ya se podía sacar las tejas o ladrillos bien cocidos y listos para su utilización, así como limpiar de ceniza la cámara inferior para dejarla vacía y lista para la próxima hornada.

Todo este proceso que puede equipararse geológicamente con la conformación de una verdadera roca metamórfica artificial, daba como resultado la gran calidad de los ladrillos y tejas resultantes, con muchas mayores prestaciones que las piezas de tierra cruda y que, por tanto, podían ver compensados sus considerablemente mayores costos de elaboración. Así, la comprobación de esta gran calidad podía realizarse en la tejas al subirse una persona encima de una de ellas con la canalera hacia arriba y no romperse ni quebrarse o, con los ladrillos según un tratado del siglo XVIII, mediante el sonido claro y limpio que distingue a los mejores.

No todas las piezas sin embargo salían siempre de la misma calidad y eran dos peligros fundamentales los que había que intentar conjurar. El primero, bien conocido desde tiempos antiguos era impedir que quedase una piedrecilla de cal dentro de la masa de barro puesto que durante la cocción podía estallar echando a perder la pieza. Y el segundo, que ocurría con relativa frecuencia, era que el exceso de fuego en alguna parte del horno y especialmente en su momento final llegara a regalar algunas piezas con lo que salían en un rebullo pegadas entre sí, deformadas, de color oscuro y de gran dureza pero absolutamente inservibles si no era para producir cascos.

 

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