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 Técnicas Tradicionales de Construcción en Aragón. Los Monegros.                        Ana Maorad y Felix Rivas

LAS ADOBAS. LOS LADRILLOS Y LAS TEJAS

(redactado por Felix A. Rivas)

LAS ADOBAS

El proceso de elaboración

Por sus propias características, el lugar elegido para el proceso de realización de las adobas deberá ser en todo caso una superficie amplia, plana y bien soleada y oreada para facilitar en lo posible el secado de las piezas recién moldeadas. Además, su emplazamiento concreto podrá variar en relación a su posible cercanía a tres elementos que siempre habrá que tener en cuenta pero que no habrán de ser necesariamente coincidentes en su ubicación: se trata de la tierra o el terrero de la que se extraerá, el agua y, por último, la propia obra en la que se emplearán las adobas una vez finalizadas.

Conjugando todos estos elementos, en la comarca de Monegros el emplazamiento que ha sido citado un mayor número de veces en las entrevistas es uno que, como no podía ser menos en un entorno árido como el monegrino, prioriza la disponibilidad y cercanía del agua aunque combinándola sabiamente con la de la tierra necesaria para su elaboración. Así, serán las balsas y su entorno (conocido en Robres como fazera) el lugar preferido por su condición de depósito habitual de agua y de buro, que va siendo arrastrado continuamente a su interior, que se empleaba muchas veces para impermeabilizar su fondo y que quedaba como producto final de las tareas periódicas de limpieza podía obtenerse fácilmente en grandes cantidades. Otros emplazamientos también citados son el lugar más cercano a la cantera o mina de tierra de donde iba a extraerse la arcilla y, ya como excepciones las eras de trillar o las mismas inmediaciones de la obra.

En cuanto a la época del año preferente para la elaboración de las adobas, resulta sobradamente conocida la recomendación de evitar el verano que el famoso tratadista romano Vitruvio hace en su obra para lograr un secado uniforme: "hanse de hacer en tiempo de primavera, o en otoño, para que se sequen, porque los que en Iulio y Agosto se hazen son malos. Porque el sol cuando calienta reciamente, hace que por cima parezcan secos y dentro estan humidos, y quando después se van secando, se encogen y aprietan, y abren lo que estaba seco...".

En Monegros, en cambio, solo en una de las localidades hemos podido comprobar esta nula inclinación por los meses de verano siendo los preferidos mayo y septiembre. En el resto, tal como ocurre en otros países documentados, es justamente el verano la época preferida debido al secado más rápido de las adobas en esta estación aunque en varias localidades se consideraba a la primavera una época igualmente propicia, llegando a afirmarse que podían ser realizadas las adobas en cualquier época del año. Bien es cierto que si era posible era mucho mejor no realizar esta tarea en invierno debido a las bajas temperaturas de esta estación que hacían especialmente dura la tarea del amasado con los pies descalzos y a que, también por el menor número de horas de sol, se prolongaba y dificultaba considerablemente el proceso de secado.

El origen de la tierra que iba a servir de materia prima es en la mayoría de los casos las propias balsas que constituían en si mismas y en su entorno un depósito ideal del material necesario, y que muchas veces suministraban la propia tierra necesaria tras las labores periódicas de escombro y limpieza de su interior, tal como nos contaron en Lastanosa y Torralba de Aragón. Otro lugar del que nos han contado que podía extraerse la tierra era cualquier campo que fuese de una tierra adecuada, preferentemente si se trataba de comunes ya que de esa manera no era necesario cumplir ningún requisito para extraer la tierra. Un último lugar concreto del que nos hablaron en relación a Pallaruelo fueron los propios cimientos al comienzo de una edificación que, al cavarlos y si aparecía una tierra adecuada, podían servir posteriormente para realizar las propias adobas que se emplearían en los muros de la casa.

La composición concreta de la tierra seleccionada no termina de poner de acuerdo a todos los informantes. Todos ellos coinciden en la necesidad de que la tierra sea de buro o al menos con un alto contenido de arcilla y desde luego que no sea excesivamente arenosa, aunque hay alguna opinión que prefería que no contuviese nada de arena, que no llevase piedras, o que fuera tierra de cascajo para que tuviera abundantes piedrecillas que consiguen una mayor compenetración de la adoba y de ella con los materiales que han de rodearla como la argamasa de las juntas o los revocos.

Una vez localizada la tierra de buro, extraída o incluso transportada si era necesario hasta el lugar elegido por medio de volquetes tirados por caballerías, el lugar donde se iba a proceder a la realización del barro y su amasado era, al contrario de lo que se ha documentado en Castilla y León donde se hacían en una pila o montón, una zanja excavada en el terreno conocida en alguna localidad como masadera. La masadera era comúnmente de forma rectangular, aunque en Barbués nos hablaron de un redol, es decir, de una forma más o menos circular. Sus medidas varían de una localidad a otra y de un recuerdo de uno de los informantes al de otro. Solían tener entre 80 cm y 1 m de anchura, medidas que permitían el desenvolvimiento cómodo de una persona en su interior, y una longitud de entre 3 y 4 m. Su profundidad puede oscilar algo según los informantes yendo de los 25 cm a 50 cm. Aunque, siguiendo la información recabada en Robres, esta profundidad podía comenzar siendo la menor en la primera labor para, con la ayuda del agua, ir profundizando hasta llegar a 1 m de profundidad. También en este pueblo nos informaron de la práctica habitual que consistía en llevar a la vez varias masaderas en diferentes fases del proceso lo que permitía tener en todo momento barro amasado dispuesto para ser moldeado y optimizar de esta manera el tiempo empleado en toda la tarea. En Barbués, asimismo, nos contaron que era corriente que el hoyo se quedara hecho para poder ser utilizado en momentos sucesivos de elaboración de adobas.

También al contrario de lo que ocurría en otros lugares, en Monegros no era costumbre cribar la tierra escogida como materia prima.

El propio amasado del barro presenta asimismo algunas variaciones según las informaciones que hemos podido recoger. El proceso recogido en un mayor número de localidades consistía básicamente en llenar la masadera de agua hasta un nivel que se consideraba oportuno, ir echando el buro en capas finas (y muchas veces también paja) hasta lograr un grado adecuado de humedad de la tierra, dejar reposar la masa unas horas y finalmente masar-la como paso último. Así nos lo contaron a grandes rasgos en Barbués, Grañén y Lanaja, y así ha sido recogido en alguna otra población cercana. Sin embargo en Leciñena y Robres parece que se alteraba la sucesión de las operaciones y se prescindía del tiempo de reposo anterior al amasado ya que se pasaba directamente a esta operación añadiendo agua a la tierra previamente desmenuzada.

Vamos a ir repasando de cualquier modo esta operación algo más despacio para extraer el máximo posible de información acerca de ella.

La cantidad de agua que se echaba al interior de cada zanja fue estimada en Grañén en torno a los 20 o 25 pozales y, según las poblaciones, había de ser traída desde diversos orígenes como en muchos casos desde la balsa junto la que se realizaban las adobas con la ayuda de un pozal o, en otros casos desde una acequia, el río o una balsa si se había elegido un emplazamiento diferente para la masadera, como en Grañén, habiendo entonces que carrear-la en carros y toneles con una capacidad cada uno de unos 40 a 50 pozales, o en burros equipados con argaderas, tal como nos dijeron en Barbués.

Tanto si primero se llenaba el hueco de agua como si se prefería volcar el agua sobre la tierra, ésta debía ser antes picada o incluso desmenuzada con palas y así nos lo contaron en Lanaja. En este último pueblo además iban echando la tierra muy desmenuzada, la iban echando con las palas, muy desmenuzada y la iban echando, capas, no la palada entera no, esparcida, muy ancha, la palada siempre muy ancha que no fueran dos centímetros o tres centímetros de tierra junta, no, porque no se mojaba, muy ancha por toda la plancha.

Una vez bien mezcladas tierra y agua de esta manera si se había llenado previamente de agua el hueco, o en otros casos después del verdadero proceso de amasado, podía respetarse un tiempo de reposo para que la acción del agua por si misma ayudase a ablandar y humedecer bien toda la masa de tierra. Este tiempo de reposo solía ser de toda una noche en el primer supuesto y de solo un rato, si es que se mantenía, en el segundo caso.

Junto a la tierra y el agua, otro elemento que fue citado en todas las localidades en las que recogimos una descripción de la elaboración de las adobas fue la paja. Y de la misma manera aparece en la mayor parte de la bibliografía consultada. Su empleo parece que se remonta a los mismos orígenes de la construcción con adobas pues ya en el libro del Éxodo de la Biblia se describe una escena en la que el rey de Egipto pone como castigo a los israelitas la tarea de ir a buscar paja para la realización de adobas. Además, otra referencia filmográfica parece darle una importancia mayúscula para el buen resultado del proceso relacionándolo con la tradición del llamado "cemento de golondrina" que habría servido como modelo para el empleo de la paja en la masa de las adobas.

En todos los casos se coincide en afirmar que la paja sirve de armazón al barro solidificado proporcionando mayor estabilidad y solidez a la adoba. Incluso en Perdiguera y en Robres nos contaron que el añadido de paja ayudaba a que el adobero no se quedara pegado a la adoba y pudiera ser desmoldada más fácilmente.

Sin embargo las actuales investigaciones sobre la naturaleza óptima de la materia prima para la elaboración de adobas han dejado bien claro que la adicción de paja no es en absoluto necesaria si se ha asegurado una proporción correcta de arcilla y arena en el material original, y solo en el caso de contar con una tierra excesivamente arcillosa podrá mejorar el resultado final la incorporación de otros materiales, como la paja, que colaboren en la reducción de la capacidad de contracción y expansión de la arcilla que puede llegar a provocar fisuras y deformaciones muy graves para el conjunto de la fábrica.

Y en realidad no eran del todo ajenos a esta problemática los informantes de Monegros aunque no acabasen de ponerse de acuerdo sobre esta cuestión. Así, mientras algunos constataban el hecho de que no todo el mundo añadía paja a la masa de las adobas, solo en una de las localidades (Barbués) acertaron al afirmar que se añadía paja preferentemente a la masa si ésta se componía únicamente de arcilla ya que si era buro solo, se soltaba de la paré, mientras que en otras entrevistas este añadido se vinculaba precisamente a la falta de pureza de la arcilla por su mezcla con arena, lo que tal vez pueda interpretarse como una consciencia implícita del excesivo contenido en arena de la mezcla.

Tampoco tuvimos la oportunidad de recoger en las entrevistas si existía alguna clase de paja preferida respecto a las demás a pesar de que en otros entornos se ha señalado la preferencia por la procedente del trillado tradicional, de trigo o cebada, lo más corta posible, o de un grosor intermedio ni muy gruesa ni muy fina.

En todo caso, sí que puede afirmarse que siempre que se añadía paja a la masa de las adobas se hacía antes del proceso de amasado que, si era el caso, se efectuaba sobre los tres elementos (tierra, agua y paja) para conseguir de esta manera su mejor y más uniforme unión y distribución en las futuras adobas. Para masar, lo más corriente era descalzarse, remangarse por encima de los talones, e ir patiando el barro en la masadera de manera similar al pisado de las uvas. En algunas ocasiones también este pisado se podía complementar con el removido o escarzeau de la masa con una jada.

En un solo pueblo, Lanaja, nos contaron que para extraer la tierra bien masada y preparada para dar forma a las adobas, se cortaba con una cuchilla y, con las manos, se iba sacando de la zanja y se arrojaba sobre un montón antes de introducirlo en el molde o adobero.

Este molde era de madera y tenía la forma aproximada de una pequeña caja de zapatos que careciera de tapa y de fondo. Solía tener dos fragmentos de madera clavados a los lados por el exterior a modo de asas, y en todos los casos recogidos poseía en su interior una tabla de separación para moldear dos adobas cada vez. Algunas excepciones a este modelo generalizado nos las contaron en Lalueza donde podía llegar a tener tres huecos, en Lastanosa donde se empleaba un tipo especial de molde para las adobas de cemento (que describiremos poco después) con un solo hueco y de hierro, y en Lanaja donde pudimos ver un adobero de un solo hueco preparado para dar forma a adobas de diferente largura gracias a dos tablillas interiores capaces de desplazarse entre dos topes que marcaban el mínimo y máximo de la longitud de la adoba.

De un montón que se había formado al lado de la masadera, con una pala o más a menudo directamente con las manos, se arrojaba dentro del adobero apoyado en el suelo una porción del barro amasado. En Lanaja concretamente nos contaron que había que saber rentabilizar tiempo y esfuerzo en esta operación, cogían con las manos, cogían una pelota de arcilla, de barro amasao, que ellos calculaban, si podían echarlo de un solo golpe no echaban dos. Lo primero era apretar bien la masa con las manos para que ocupara completamente los dos huecos del molde y, lo segundo, alisarlo o enrasarlo por encima los cual podía hacerse asimismo con las manos, con una paleta, con un pequeño pisón de madera con un mango o, lo más corriente, con una tabla recta de madera llamada raserico o radedor y cuyo papel podía cumplir asimismo un regle.

Había que levantar el adobero con cuidado para que la forma de las adobas no se deshiciera y una pequeña dificultad que había que salvar se derivaba de la capacidad consustancial al buro para adherirse con facilidad a una superficie como la de las caras interiores del molde de madera. Para evitar este contratiempo que podía acabar con el trabajo ya realizado, lo más habitual era tener al lado un pozal lleno de agua en el que se sumergía el adobero cada vez que iba a ser rellenado de barro. Menos abundante por la información recogida era la costumbre de espolvorear su interior con arena (Barbués) o ceniza (Lanaja), métodos que además podían se complementarios del lavado con agua.

El secado de las adobas, por el sol y el aire, no podía ser más sencillo. A pesar de que en otros lugares se propone o era necesario un periodo de tiempo mucho más largo, en Monegros no se tardaba más de dos o tres días. De manera invariable se quedaban un día tal como resultaban de sacar el adobero, al día siguiente se ponían drechas o de canto, o se les daba la vuelta para que secara bien la parte inferior que había permanecido en contacto con el suelo, y al tercer día normalmente ya se consideraban suficientemente secas como para ser almacenadas o utilizadas directamente en la obra.

Si no sucedía esto último, la manera de almacenarlas eran amontonadas en piladas, a la intemperie, aunque se podían tapar o echar un poco de tierra encima por si llovía. En Robres, además, si se iba a tardar mucho en emplearlas nos contaron que se cortaban unos arbustos pequeños llamados sosas, se ponían encima de las piladas y se protegían por una capa final de barro mezclado con paja para que tomara la forma de un tejadillo y, si llovía, no permitiera que el agua llegase hasta las adobas.

Por último, en algún caso nos contaron que su transporte se realizaba en carros con burros, sin haber encontrado por tanto ninguna noticia del aparejo llamado jalma que en la comarca de la Hoya de Huesca/ Plana de Uesca se utilizaba para esta tarea.

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