CONSTRUCCIONES PASTORILES EN LA COMARCA DE MONZÓN Felix A. Rivas
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Los corrales
Entendido en un sentido muy amplio, un corral puede definirse como aquella construcción que sirve de albergue para el ganado. Es la más numerosa entre las construcciones de la arquitectura pastoril, la fundamental para el desarrollo de las faenas pecuarias y, sin embargo, ha sido comparativamente poco tratada entre las publicaciones que tocan estos temas. Tal vez puedan explicar este hecho ciertos factores como su mínima presencia en las altas tierras del Pirineo o su cotidianeidad y cercanía que la ha alejado de estudios con el objetivo puesto en lo extraodinario o excepcional.
El primer intento de clasificación de este tipo de contrucciones fue el que propuse en el desarrollo de un artículo sobre los corrales de Cinco Villas (Rivas, 1997, 74-96). En él traté de combinar el criterio antropológico, según su función dentro del ciclo pastoril, el arquitectónico, segun sus características constructivas, y el histórico, según el contexto temporal en que habían sido construidos. Estos tres criterios están íntimamente relacionados, ya que los tres factores influyen de manera silmultánea sobre las condiciones que dictan el resultado de la construcción final, y su diferente interrelación da lugar a unas tipologías claramente diferenciadas. La división inicial se estableció entre corrales construidos según la arquitectura popular y aquellos actuales levantados según modelos, materiales y técnicas totalmente modernos. Una segunda partición diferenciaba entre los corrales situados dentro del casco urbano de las poblaciones y aquellos que se encuentran en campo abierto. Por último, dentro de estos últimos, se distinguía entre los que denominaba "monumentales" por su gran tamaño y abundancia en recursos ornamentales y aquellos otros que llamaba baziberos, de menor tamaño, muy sencillos en su construcción y alejados de las principales vías de comunicación.
Carecemos de cualquier estudio histórico sobre los testimonios en el pasado o la evolución de los corrales, aunque quizás a base de rastrear en trabajos sobre historia medieval y moderna pudiera entresacarse alguna información marginal como la que aparece en la Carta Puebla de Cantavieja del año 1255 (Ledesma, 1982, 177) y por la que sabemos de la existencia de cuevas utilizadas a modo de corral. Contamos además con la fecha aproximada de construcción de varios corrales en la segunda mitad del siglo XIX gracias a las inscripciones que suelen aparecer en los dinteles de sus puertas (Rivas, 1997, 86-89) y de otros, gracias a la tradición oral, de su antigüedad de al menos 100 años ya que han sidos pocos los construidos después de la última guerra civil (Capistrós, 1997, 4 y 8-9). Aparte de eso, únicamente se contempla asimismo la actual sustitución de los antiguos modelos por los modernos (Rivas, 1997, 96 y Tella, 1998, 251).
En muchos artículos y obras que tratan sobre la arquitectura popular o la cultura pastoril aparece una descripción muy somera del corral más abundante (Ilustr. 3), que suele consistir en una superficie descubierta y limitada por un muro, un espacio cubierto para el ganado y, habitualmente, una caseta anexa como habitación humana. De la misma o muy similar manera aparece en estudios que abarcan el conjunto del territorio aragonés (Acín, 1992, 40 y Rábanos, 1996, 267) y otros de ámbito más restringido: el Bajo Aragón (Ortí, 1997, 145), Calatayud (Rábanos, 1996, 172), el Campo de Cariñena (Allanegui, 1979, 98 y Rábanos, 1996, 176), Ejea (Beltrán Martínez, 1989, 136), Fuencalderas (Arbués, 1980, 26 y Arbués, 1997, 27), Lanaja (Lasaosa, 1997, 57 y Satué Oliván, 1996, 67), La Muela (Allanegui, 1979, 94), los Pirineos (Krüger, 1995 b, 55), Plenas (Navarro, 1990, 16-17), el Prepirineo (Pallaruelo, 1993, 50), Robres (Capistrós, 1997, 4) y Serrablo (Garcés, Gavín y Satué, 1991, 103). En otros textos encontramos una descripción más exhaustiva que abunda en detalles sobre dimensiones, materiales, distribución, etc. Son las descripciones de ejemplares situados en el Biello Aragón (Pallaruelo, 1988, 147), el Campo de Borja (Nogués, 1996, 162-163) y las Cinco Villas (Rivas, 1997, 76-94).
Los corrales suelen presentar cierta orientación en función de los vientos dominantes (Beltrán Martínez, 1989, 41, Capistrós, 1997, 5 y Gargallo, 1992, 65) o con respecto a la radiación solar buscando el máximo hacia el sur (Marco, 1998, 24 y Pallaruelo, 1988, 147) o el sudoeste (Nogués, 1996, 162). En algún caso, además, se ha señalado la preferencia por localizaciones en pendiente (Nogués, 1996, 163). La ubicación de este tipo de construcciones se situaba tanto en el interior de las poblaciones como en pleno monte (Alvar, Llorente y Buesa, 1979-83, lam. 617 bis, Marco, 1998, 24 y 100, Ortí, 1997, 145, Pallaruelo, 1988, 162-163 y Rivas, 1997, 76, 78 y 89), aunque algún autor los relaciona de manera exclusiva con uno de esos dos ámbitos (Allanegui, 1979, 141, Capistrós, 1997, 5 y Nogués, 1996, 161). Además se han establecido algunas diferencias tipológicas entre los ejemplos de ambos emplazamientos (Rivas, 1997, 76-77).
En cuanto a la distribución geográfica de esta tipología, parece ser que se encuentra diseminada por todo Aragón (Acín, 1992, 40) aunque en algunos estudios específicos referentes al ámbito pirenaico se considera exclusiva de aquellas zonas en las que el ganado no realizaba desplazamientos trashumantes (Garcés, Gavín y Satué, 1991, 102-103 y Pallaruelo, 1988, 163).
Los materiales con los que se construyen los corrales parecen presentar una distribución variada a lo largo de la geografía aragonesa aunque no siempre se corresponde con los del resto de la arquitectura popular ya que, en zonas en las que el material predominante es la piedra en la construcción de viviendas, puede preferirse otro material menos resistente como el adobe o el tapial a la hora de levantar edificios de uso pecuario. Se conoce el uso de estos dos materiales de tierra cruda de manera general (Abad, 1997, 87) y, en concreto, en el Campo de Borja (Nogués, 1996, 163), en Cinco Villas (Beltrán Martínez, 1989, 40-41 y Rivas, 1997, 82) y en el Campo de Belchite (Gargallo, 1992, 61). Ambos materiales se levantan sobre un zócalo de piedra (Abad, 1997, 31) y, en el caso del adobe, puede presentarse en un aparejo de ladrillos opuestos (Abad, 1997, 18). Un caso particular es el de los corrales trogloditas que aprovechan una cueva o cavidad natural para ahorrar buena parte de su construcción. Estos corrales están documentados en Ordesa, Ballibió, sierras prepirenaicas y el Bajo Aragón (Bayod, 1998, 61-62, Briet, 1986, 58, Castán y Esco, 1987, 92 y Pallaruelo, 1988, 148-149). Otro material de aspecto modesto pero de un efecto plástico muy hermoso es la "piedra seca", que consiste en colocar los mampuestos sin ningún tipo de argamasa entre ellos. Se conoce en la Depresión del Ebro (Allanegui, 1979, 81) y los Pirineos (Baselga, 1999, 139, Pallaruelo, 1993, 50 y Wilmes, 1996, 140-141). El más común de todos los materiales es sin embargo el de los mampuestos asentados sobre un mortero que suele ser de arena y/o cal, aunque para algunos pilares podía ser de yeso (Capistrós, 1997, 4). Está documentado en Fuencalderas (Arbués, 1980, 26), Robres (Capistrós, 1997, 4), Moyuela (Gargallo, 1992, 61), Plenas (Navarro, 1990, 16), el Campo de Borja (Nogués, 1996, 162), Sobrarbe (Pallaruelo, 1988, 147-148), y las Cinco Villas (Rivas, 1997, 80 y 90). Se ha recogido alguna muestra de una colocación especial de este último tipo de aparejo en "espina de pez" u opus spicatum en el término de Biota (Rivas, 1997, 82). Junto a estos materiales, desde hace unas décadas han aparecido, hasta convertirse en los más comunes, otros de carácter moderno (Capistrós, 1997, 7 y Sánchez, 1998, 6), de fabricación industrial e incluso formando estructuras prefabricadas. Entre ellos los más comunes son el bloque de hormigón, el ladrillo hueco y el cemento. Tampoco faltan otros poco difundidos como el plástico en corrales tipo invernadero (Rivas, 1997, 92). Sobre la parte exterior de los muros de la parte descubierta del corral se colocan a veces grandes piedras o ramas y barzas que dificultan el acceso de las alimañas al interior y, sobre todo, sirven de protección ante el desgaste por la lluvia. Se tiene testimonio de la presencia de estos elementos en comarcas tan alejadas entre si como las Cinco Villas (Arbués, 1997, 27), el Campo de Belchite (Gargallo, 1992, 61) y el Bajo Aragón (Ortí, 1997, 145).
A veces, si el corral tiene una parte descubierta de gran tamaño, ésta se divide en dos cercados (Marco, 1998, 24) que pueden estar comunicados por una pequeña apertura que se utiliza como contadero (Rivas, 1997, 79). Esta misma apertura puede encontrarse, en otros ejemplos, entre dos corrales contiguos (Beltrán Martínez, 1989, 41). Esta tarea de hacer pasar al ganado por un lugar estrecho para contarlo podía ser realizada en otras partes del corral como la puerta de entrada al raso (Capistrós, 1997, 5), el estrecho camino que quedaba entre el muro del descubierto y la tapia de un campo (Pallaruelo, 1988, 147) e incluso en una construcción para otro uso como un puente (Biarge y Biarge, 1999, 97 y Fernández Otal, 1993 b, 264). Otras veces un corral puede estar formado únicamente por un muro que delimita un espacio interior sin cubrir, como si fuera la parte descubierta de un corral levantada de manera independiente. De este tipo de corral, llamado corraliza o barrera (Alvar, Llorente y Buesa, 1979-83, lam. 617 bis y Krüger, 1995 b, 55) se conoce su existencia al menos en Sobrarbe (Baselga, 1999, 139), Cinco Villas (Beltrán Martínez, 1989, 43 y 126-127 y Rivas, 1997, 73-74) y Monegros (Capistrós, 1997, 4), aunque en la actualidad ya no se encuentra en uso (Rivas, 1997, 74).
Sobre los vanos de los corrales disponemos de una información muy reducida. La puerta de la caseta podía permanecer cerrada con llave para servir como almacén (Jarne y Zavala I, 1995, 148). Lo publicado sobre la apertura principal del descubierto son unos cuantos dibujos de ejemplos antiguos en madera (Alvar, 1986, lám.38-42) y la nueva factura en metal de las actuales (Rivas, 1997, 84). Se tiene conocimiento asimismo de un tipo de ventana y una solución de dintel a base de adobe especialemente comunes en los corrales (Abad, 1997, 61-62 y 69). En cuanto a las ventanas, éstas aparecen claramente diferenciadas entre las del cubierto, estrechas y muy sencillas (Marco, 1998, 25), y las del resto de edificaciones del corral, de mayor presencia y tamaño (Rivas, 1997, 84).
El interior del cubierto, si éste presenta una cubierta a dos vertientes, suele tener algún pilar central que suele ser de mampostería que, en algún caso sin embargo puede ser de adobe (Abad, 1997, 55). Este uso de la pilastra central favorece una distribución más abierta en planta que la de la casa-vivienda y que resulta más adecuada para el movimiento del ganado (Bernad y Castellanos, 1982, 54). Además, en las sierras de la Bal d'Onsella y de la Bal de Pintano aparecen unos corrales con cubiertos de grandes dimensiones con enormes arcadas en su interior como soportes de la techumbre (Pallaruelo, 1988, 147, Pallaruelo, 1993, 50 y Rivas, 1997, 79-80). La estructura de la cubierta viene descrita con detalle en varias comarcas: Serrablo (Acín y Satué, 1983, 14), Campo de Borja (Nogués, 1996, 163) y Cinco Villas (Rivas, 1997, 77, 83-84 y 90). Sobre vigas de madera siempre apoya una trama de algún material que ha de servir de base a una capa de barro sobre la que finalmente se asiente el elemento de cubrición. La trama situada sobre las vigas varía según su antigüedad y, sobre todo, en función a los recursos vegetales existentes en la comarca. Así se documenta que puede ser en el Serrablo de ramas de boj, sauce o pino (Acín y Satué, 1983, 14 y Garcés, Gavín y Satué, 1991, 128), en la Sierra de Bailo de tablas o ramas (Pallaruelo, 1988, 147), en Moyuela de ramas o sarmientos (Gargallo, 1992, 61), en el Campo de Borja de cañizo (Nogués, 1996, 163) así como en Cinco Villas, aunque en esta comarca coexista en su mitad sur con el carrizo y en la parte más septentrional con las tablas de pino o roble y con los tiellos de boj. El material que culmina la techumbre suele ser la teja árabe y así se ha testimoniado en Cinco Villas (Arbués, 1980, 26 y Rivas, 1997, 77, 83 y 90), el Campo de Belchite (Navarro, 1990, 16) y el Campo de Borja (Nogués, 1996, 163). Frente a la teja aparece también la losa en el ámbito prepirenaico (Acín y Satué, 1983, 14, Jarne y Zavala I, 1995, 102, Jarne y Zavala III, 1995, 113 y Rivas, 1997, 83 y 90). Una nota significativa es que la cubierta, si presenta una sola pendiente, siempre vierte hacia el interior del corral (Capistrós, 1997, 5, Gargallo, 1992, 65, Nogués, 1996, 163 y Rivas, 1997, 83). En cuanto al alero de estas construcciones hay que señalar que suelen carecer de él presentando el llamado de teja simple (Abad, 1997, 73 y Rivas, 1997, 83) aunque en ocasiones aparezcan aleros muy sencillos como impostas de ladrillos o losas, o líneas de tejas en sentido perpendicular a las demás (Rivas, 1997, 77 y 84). Al lado de estos materiales de la arquitectura popular, en la actualidad las cubiertas presentan una visión mucho más gris y moderna a causa de reparaciones y construcciones recientes con la presencia de la chapa y el fibrocemento (Rivas, 1997, 83 y 92).
Los pesebres o comederas en los que se proporciona una cantidad adicional de alimento al ganado en forma de forraje (Baselga, 1999, 206), grano o, más modernamente, pienso, pueden aparecer adosados al interior de las paredes del cubierto, exentos, colgados del techo o distribuidos a lo ancho del descubierto (Alvar, 1987, lám. 181-182, Krüger, 1995 a, 119-123 y Navarro, 1990, 18). En la actualidad, muchos corrales modernos cuentan en su exterior con algún silo de gran tamaño para facilitar la distribución de los aportes suplementarios de alimento, mucho más habituales hoy que antaño (Rivas, 1997, 92-93). Junto a ellos hay que nombrar también los diferentes ejemplos recogidos de bebederos o abrevaderos, desde los más primitivos de troncos vaciados (Wilmes, 1996, 140-141), hasta los más sencillos de madera (Gil, 1987, 68-69). En general, son fáciles de encontrar junto a un corral de tamaño considerable (Rivas, 1997, 78).
En cuanto al resto de construcciones que pueden acompañar al cubierto para el ganado destaca la caseta, de la que hay publicadas varias breves descripciones que incluyen medidas, distribución interior, existencia de hogar y lechos, etc., en Cinco Villas (Beltrán Martínez, 1989, 141 y Rivas, 1997, 80 y 90), el valle medio del Ebro (Gil, 1987, 55 y 62), la Sierra de Bailo (Pallaruelo, 1988, 147) y el Campo de Borja (Nogués, 1996, 162-163). En algunos ejemplos localizados en Serrablo aparece, junto a esta caseta, otro pequeño "casetón" como refugio diurno para los corderos recién nacidos (Acín y Satué, 1983, 14 y Alvar, Llorente y Buesa, 1979-83, lam.714).
Pegado al exterior del corral suele situarse un terreno, que en ocasiones puede llegar a cercarse (Rivas, 1997, 78), conocido como badinal o fazera, que dispone de buena yerba y que puede ser utilizado por el ganado de diferentes maneras (Arbués, 1997, 27, Briet, 1986, 58, Gil, 1987, 58, Rivas, 1997, 78 y Satué Oliván, 1996, 134). Al parecer, el origen de este terreno estaría en la prohibición por parte de los agricultores de roturar hasta cierta distancia del corral (Beltrán Martínez, 1989, 42). En ocasiones, el corral disponía asimismo de una era para la trilla (Capistrós, 1997, 6). Otras de las construcciones, muy relacionadas con las balsas, que servían de complemento a la paridera en zonas de escasas lluvias eran los aljibes (Gros, 1990, 244) o los pozos (Benito, 1995, 9 y Marco, 1998, 258). Valdría la pena analizar más en profundidad estas dos construcciones, cuya función era recoger y mantener disponible agua, así como su relación con la actividad pastoril.
Una práctica común es realizar inscripciones sobre las partes más visibles de un corral. Esta tarea, cuando es realizada por los pastores sobre cualquier tipo de superficie, recibe el nombre de pintar (Krüger, 1995 b, 62). En Sobrarbe se han testimoniado símbolos a base de cruces y espirales situados en las puertas de los corrales (Rábanos, 1996, 88) y en la Guarguera se conserva una larga inscripción de temática pastoril (Castán y Esco, 1987, 92 y 99). Además se dispone de un reducido inventario de inscripciones e imágenes en los corrales de Cinco Villas (Rivas, 1997, 86-89) en el que destacan por su abundancia las fechas y los nombres e iniciales de personas. A veces también podían realizarse estas inscripciones en sitios poco visibles como las losas del tejado (Jarne y Zavala I, 1995, 102).
Sobre el proceso de construcción de los propios corrales carecemos casi totalmente de información. Los encargados de levantar estos edificios podían ser los piqueros o albañiles profesionales que construían a la manera tradicional (Arbués, 1980, 99) o bien los propios pastores (Gil, 1987, 55 y Rivas, 1997, 74). También hay noticia de la utilización del corral como almacén de ciertos materiales de construcción tales como la arcilla, la cal y los mampuestos (Wilmes, 1996, 140).
Contamos además con una serie de orientaciones para la construcción de los nuevos apriscos que, aun compartiendo algunas de las características de los corrales tradicionales, se centran en las necesidades de las modernas explotaciones ganaderas. El material empleado debe ser aislante y la orientación la conveniente para favorecer la ventilación y evitar el cierzo y las temperaturas extremas. El suelo ha de presentar un drenaje adecuado y la estructura debe facilitar la limpieza por medios mecánicos. Podría contar además con una pequeña zona de aislamiento o enfermería así como con puntos de agua repartidos de manera regular (Blasco y Barberán, 1998, 28).
Los corrales podían servir de albergue para el ganado durante todo el año o según su situación geográfica y el tipo de explotación, durante unos determinados periodos, como en la Sierra de Bailo en la que el ganado permanecía en los corrales algunos meses en otoño y en primavera (Pallaruelo, 1988, 147) o en Robres donde permanecía durante todo el periodo invernal (Capistrós, 1997, 6). En ciertas circunstancias, había que administrar una alimentación adicional al ganado o a algunas ovejas determinadas (Marco, 1998, 250 y 295-296), práctica que en la actualidad se ha generalizado bastante (Marco, 1998, 105). Junto al rebaño también era muy corriente que pasasen noche los pastores, en la caseta o en el pajar (Arbués, 1980, 26, Lasaosa, 1997, 84, Marco, 1998, 156 y 282, Pallaruelo, 1988, 147, Rivas, 1997, 80 y Violant, 1989, 418-419) o incluso, en caso de que la paridera careciera de caseta, en el interior del cubierto, echados de manera transversal en la puerta del cubierto para impedir que las ovejas salieran o al menos advertirlo (Marco, 1998, 25, 26, 180 y 273). Era obligada esta permanencia nocturna en época de parto del ganado (Marco, 1998, 206) y siempre que las condiciones climáticas lo aconsejaran (Arbués, 1980, 26, Baselga, 1999, 139, Jarne y Zavala I, 1995, 98, Marco, 1998, 116 y Rivas, 1997, 80). En algunas ocasiones estos corrales eran utilizados como refugio nocturno a lo largo del recorrido trashumante (Satué Sanromán, 1996, 70 y Satué Sanromán, 1997, 25). Otras veces los utilizaban los cazadores (Capistrós, 1997, 6) o los labradores, quienes se acomodaban junto a los pastores durante la época de la siega y la trilla (Arbués, 1980, 26, Capistrós, 1997, 6 y Rivas, 1997, 80). Incluso podían servir como refugio excepcional a parte de la población que vivía en los núcleos de población cercanos en casos de sucesos especialmente graves como los de la última guera civil (Bayod, 1998, 61). En la actualidad su uso como albergue nocturno para los pastores ha desaparecido completamente (Allanegui, 1979, 94, Capistrós, 1997, 6, Marco, 1998, 280 y 296 y Pallaruelo, 1988, 147).
Gracias a la permanencia del ganado en su interior, los corrales producían una importante cantidad de estiércol o fiemo al año que antaño era muy apreciado como abono para los campos (Baselga, 1999, 208 y Rivas, 1997, 95). En algunas zonas este fiemo se sacaba en una determinada época del año, hacia finales de septiembre (Capistrós, 1997, 6). En la actualidad, con la generalización de los abonos químicos, el estiércol se ha convertido en todo un problema y en muchos corrales antiguos se han abierto entradas de mayor tamaño para facilitar la tarea de su limpieza interior (Capistrós, 1997, 6-7 y Rivas, 1997, 95). Entre las construcciones auxiliares con las que podía contar el corral se encuentran los yerberos y pajares que suelen ocupar un lugar superior y servir así de aislante térmico (Allanegui, 1979, 141, Jarne, 1995, 113, Marco, 1998, 24-25 y Rivas, 1997, 80). Otra de las actividades que se llevaban a cabo en los corrales era el ordeño de las cabras (Jarne y Zavala I, 1995, 87 y 89) o la elaboración de quesos (Rivas, 1997, 80). En algunos lugares como Fuencalderas (Arbués, 1997, 27) se empleaba el rincón más oscuro del cubierto, llamado brosquil, para encerrar los ternascos de engorde, aunque también se podía emplear esa denominación, junto con la de trestajo, para las pequeñas divisiones temporales del descubierto (Rivas, 1997, 79). Estas divisiones se emplean, entre otras cosas, para asegurar que una oveja acepta a su cría aunque para lograrlo existen otros métodos complementarios como atar una pata de la madre (Blasco y Barberán, 1998, 39-40, Cebollero, 1998, 21, Gil, 1987, 59, Marco, 1998, 129 y Satué Oliván, 1996, 215 y 217) o el potro (Gil, 1987, 59-60). En la actualidad y para evitar los posibles golpes y fracturas que los animales pueden sufrir con estos métodos tradicionales, existen varios dispositivos específicos para el ahijamiento y la adopción (Blasco y Barberán, 1998, 40 y 41).
Además de las faenas propias del cuidado del ganado, la vida del pastor en los antiguos corrales era realmente dura. Todavía se recuerdan los ataques de lobos que se han prolongado hasta la actualidad en la figura de los perros asilvestrados (Marco, 1998, 41, 42, 88 y 286), así como los robos de ganado (Marco, 1998, 123 y 127). Muchos pastores solían pasar la semana en el monte volviendo al pueblo una sola vez en demasiado tiempo (Marco, 1998, 26, 32, 119-120, 155, 228 y 258) y, si el ganado era trashumante y estaba pasando el periodo invernal en las tierras del Valle del Ebro, casi se volvían un poco salvajes a causa del perpetuo alejamiento de las poblaciones (Gil, 1987, 62 y Gros, 1990, 244). Se mudaban cada diez o quince días (Gil, 1987, 62) y tenían que buscarse una casa en un pueblo cercano para que les lavasen la muda (Satué Sanromán, 1996, 89). Las camas sobre las que dormían no eran más que el pesebre donde comían las caballerías (Marco, 1998, 131), un saco de paja (Gil, 1987, 55 y Marco, 1998, 234), un catre formado por dos aspas de madera unidas por palos con un entramado de cuerdas (Lasaosa, 1997, 84-85), una jalma (Rivas, 1997, 80) o el mismo suelo y sobre él tan solo una manta (Jarne y Zavala I, 1995, 87 y Marco, 1998, 199). Se procuraba que la leña que se quemaba en el interior de las cabañas estuviera bien seca para evitar las molestias que producía el humo que a veces carecía de cualquier salida, pero también para evitar posibles incendios (Beltrán Martínez, 1989, 42 y Jarne y Zavala III, 1995, 112-113).
La opinión de los pastores sobre los antiguos corrales es bastante negativa y, entre sus principales quejas, destacan su alejamiento de las poblaciones (Capistrós, 1997, 4 y Marco, 1998, 84, 155, 258, 262 y 275), su mala conservación, la falta de condiciones higénicas (Marco, 1998, 153 y Satué Oliván, 1996, 136) y, especialmente, su poca adecuación a las actuales condiciones de manejo del ganado: imposibilidad de limpieza fácil de sus interiores, pequeño tamaño y mal estado en general (Capistrós, 1997, 6-7, Rivas, 1997, 95 y Satué Oliván, 1996, 68).
En relación con los corrales se han recogido algunas curiosas prácticas. Desde la Edad Media, las parideras se beneficiaban del derecho de "facera" que prohibía a los campesinos labrar la tierra a determinada distancia de la parte delantera y trasera del corral (Fernández Otal, 1995 b, 91). En la provincia de Teruel, muchos corrales del monte tenían relojes de sol que permitían conocer la hora exacta (Marco, 1998, 261). En Robres podía encerrarse el ganado en cualquier paridera que estuviese libre y para reservar una, o "coger la vez", se colocaba un saco colgado de la puerta de entrada (Capistrós, 1997, 6). El humo que salía de las chimeneas de sus casetas servía para predecir futuras lluvias si subía en vertical (Satué Oliván, 1996, 109). La noche de Todos los Santos poseía un fuerte contenido mágico y sobrenatural y, por ello, los ganados se encerraban en los corrales antes que otros días (Satué Sanromán, 1996, 75). También se creía que los tábanos que persiguen a un cordero no se atreven a meterse en un cubierto (Beltrán Martínez, 1989, 86) y que si las ovejas salían por la mañana del redil dando brincos era señal de que iba a soplar el cierzo (Marco, 1998, 62). Existen algunos remedios de carácter mágico para proteger los corrales de los rayos como colocar en él una "piedra de rayo", que es como se conoce a las hachas pulimentadas neolíticas, pues se pensaba que en la punta de un rayo había una de esas piedras, o también una rama de abeto, olivo o boj bendecida el Domingo de Ramos (Pallaruelo, 1988, 179-180). Otros remedios como estos trataban de curar o alejar diversas enfermedades del ganado. Una de ellas era la que dejaba a las ovejas modorras o amorras y para evitar que se propagase entre un rebaño bastaba con enterrar una cabeza de oveja muerta por esa enfermedad en la entrada del corral (Beltrán martínez, 1989, 80) o colgar dentro del cubierto una piedra con un agujero creado de forma natural (Andolz, 1987, 114, Andolz, 1998, 80, Pallaruelo, 1988, 181-182 y Satué Oliván, 1996, 136). Además, si se producía la muerte de muchos animales, quizás la responsable fuera una bruja (Jarne y Zavala I, 1995, 174 y Pallaruelo, 1988, 190) o, en todo caso, podía solicitarse la ayuda a un brujo o curandero que realizaba una serie de conjuros en el corral (Beltrán martínez, 1989, 65). En la actualidad estos ritos se han visto sustituidos por prácticas higiénicas y sanitarias modernas (Blasco y Barberán, 1998, 28).
Debido al arraigo de la actividad ganadera en la sociedad tradicional y, aún habiendo realizado un repaso muy poco exhaustivo entre la bibliografía sobre literatura de tradición oral en Aragón, aparecen un buen número de canciones (Bajén y Gros, 1999, 95, Borau y Francino, 1997, 87 y Marco, 1998, 138, 212 y 271), dichos, refranes y adivinanzas referidas a esta construcción. Valgan como ejemplo la expresión ¡Antes crabas que corral! para una acción sin planificación alguna, o la adivinanza Un corral lleno de crabas: cuando picha una, pichan todas cuya solución es el tejado y la lluvia (Dieste, 1994 a, 88, 91, 92, 116, 120 y 126 y González, Gracia y Lacasta, 1998, 436). También son los corrales el escenario de un buen número de cuentos de tradición oral que suelen tener por protagonista a algún pastor (Arbués, 1980, 92, Bajén y Gros, 1999, 65-66, González, Gracia y Lacasta, 1998, 192, Rivas, 1998, 29-33 y Vergara, 1994, 183).
Son varios los nombres que reciben los corrales en Aragón (corral, paridera, corraliza, cubilar, etc.) así como cada una de sus partes o divisiones (a la parte descubierta como ejemplo se le conoce como luna, raso, descubierto, serenau, corral, etc.). Algunos estudios recogen sobre el terreno algunos de estos términos (Alvar, Llorente y Buesa, 1979-83, lam. 617-621, Krüger, 1995 b, 56-57, Rivas, 1999 y Vázquez, 1995, 138-139) pero otros que intentan determinar su distribución geográfica y sus interrelaciones cojean de desconocimiento de la realidad por trabajar a partir de otros estudios que sí fueron realizados sobre el terreno (Garcés, 1987, 109-110 y Soria, Rodrigo y Otero, 1985, 387-389). En una ocasión se emplearon estos términos, junto con los de otras construcciones pastoriles, en un estudio de etnolingüística en los Pirineos (Pujadas, 1994) que trataba de discernir la relación entre los usos del territorio y su expresión en los campos léxicos.
Del mal estado (Ilustr. 4) y desaparición de los antiguos corrales tenemos variadas noticias que parecen anticipar su próxima desaparición (Arbués, 1980, 26-27, Capistrós, 1997, 8-9, Marco, 1998, 275, Pallaruelo, 1993, 51, Rivas, 1997, 97, Sánchez, 1998, 4 y Tella, 1998, 243) o que urgen a su pronta remodelación por motivos sanitarios (Blasco y Barberán, 1998, 30). Sin embargo también se levantan voces que esgrimen diferentes argumentos para defender su estudio y su conservación por otras razones como el interés económico (Marco, 1998, 74, Rivas, 1997, 97 y Ruiz, 1990, 62), medioambiental (Tella, 1998, 243, 245 y 251) y cultural como parte del patrimonio etnológico de Aragón (Capistrós, 1997, 9, Rivas, 1997, 98 y Sánchez, 1998, 7). Y a modo de medidas para mantenerlos en buen estado o reconvertirlos en otras actividades, como la de albergues y refugios de turismo rural, se han realizado gran cantidad de propuestas en estos últimos años (Fernández Otal, 1995 b, 107, Pallaruelo, 1998, 17, Rábanos, 1996, 282, Rivas, 1997, 98-99, Sánchez, 1998, 7-8, Satué Oliván, 1996, 221-222 y Tella, 1998, 252).
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