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Las casillas de picode La Ciesma en Grisel                                                               Joaquín Marco &  Felix A. Rivas 

 

Las casillas de pico

Y un reflejo material

una socidad de predominio agrario, en la que la        

distribución y acceso a la propiedad moldeaba la vida        

de sus habitantes                                                                            

Gloria SANZ                                           

                       

... DE LAS COORDENADAS SOCIALES Y DEL MODO DE PRODUCCIÓN

A finales del siglo XIX, las relaciones sociales (Una parte importante del desarrollo de este apartado está basado fundamentalmente en el capítulo de introducción del estudio de Gloria Sanz sobre organización agraria y gestión de los recursos en la comarca de Tarazona durante el periodo 1880-1930 (Sanz, 1997: 25-40)) que presidían la vida de los habitantes de Grisel y de la comarca de Tarazona y el Moncayo presentan evidentes paralelismos con las de hoy en día y, sin embargo, parece haber mediado entre ellas un auténtico cataclismo que ha transformado hasta niveles inesperados el aspecto y el fondo de muchas cosas. Repasarlas nos va a permitir, sobre todo, contextualizar el proceso de construcción de las casillas de pico y dotarlas de una dimensión -que tienen- de testimonios privilegiados de una época determinada como resultado material directo de unas coordenadas sociales concretas y, en especial, de un modo de producción determinado.

Por los datos conocidos, la evolución de la población de Grisel desde mitad del siglo XIX hasta la Guerra Civil atravesó ciertos periodos de picos y valles que, a finales del siglo XIX, se concretaron en un momento álgido en 1900 con 499 habitantes (frente a los 460 de 1877) al que sucedió un cierto descenso en 1910 con 493 habitantes, marcado posiblemente por la influencia limitada (en comparación con otras poblaciones y comarcas cercanas, como el Campo de Borja) que tuvo la crisis agrícola suscitada a raíz de la caída de las ventas de vino a Francia y, muy poco después, de la llegada de la plaga de la filoxera.

Para todas estas numerosas -en comparación con el número actual- personas, el principal recurso económico nacía del empleo del suelo rural tal como sucede en cualquier sociedad, como ésta, determinada por el predominio agrario sobre el resto de las actividades económicas. Esta producción agrícola (aunque desarrollaremos este tema en las siguientes líneas) se centraba en una explotación tradicional que, a lo largo del siglo XIX, había experimentado una curva expansiva hasta la crisis finisecular fruto de un proceso continuado de internacionalización de la economía y, como consecuencia, de una tendencia generalizada a la sobreproducción.

A su vez, esta explotación tradicional se caracterizaba por el mantenimiento de un policultivo típico y por la diferenciación clara entre los productos y métodos presentes en la zona de huerta y en la de monte. Si a mediados del siglo XIX, el cultivo predominante era el cereal en ambas zonas aunque matizado por la tradicional alternancia de dedicación de las parcelas a cáñamo-trigo-lino-trigo o cebada, a finales del siglo la crisis agrícola había hecho abandonar la alternancia de cultivos y había convertido a los cereales en protagonistas absolutos de las zonas de secano y a la remolacha en referencia de primer orden en las de regadío. Entre medio se había producido la explosión de la extensión del viñedo y su posterior casi total desaparición.

Durante esas dos décadas de ocupación de La Ciesma por la vid (aproximadamente 1880-1900), la gestión del entorno trataba asimismo de cubrir otras necesidades tanto económicas como materiales. No podemos olvidar la presencia de rebaños de ovejas, que no conocemos con exactitud cómo se vieron afectados por la puesta en cultivo de La Ciesma. Tampoco la tarea cotidiana de conseguir leña para las necesidades del hogar: calentarse y preparar la comida. Sobre este punto, contamos con las declaraciones de los entrevistados de Grisel que, aunque referidas propiamente a un periodo algo posterior, pueden ilustrar la situación a finales del siglo XIX. Según sus informaciones "el que tenía olivares sacaba leña de la limpia de los olivos y el que no, aliagas y coscoja de La Ciesma". Entre risas sofocadas, también nos contaron la existencia de otras fuentes de leña no tan legales: "carrascas, el que podía bajaba a lo del Moncayo (...) o por la noche a lo de Trasmoz a por coscojas". Tal era la necesidad que "te levantabas temprano para ir a por leña, la traías con el macho y conforme la descargabas ya la había metido la mujer en el hogar. Las aliagas no las dejaban crecer mucho por aquí, no punchaban mucho".

En esta cuestión del uso del suelo y sus recursos, no podemos meter a toda la población de Grisel y su entorno en un mismo saco, pues estos usos venían marcados en primer lugar por unas relaciones sociales y económicas entre actores situados en diferentes planos y con diferentes posibilidades e intereses formando entre todos un mosaico de piezas de diferentes características pero intensamente relacionadas a través de unas relaciones de tinte claramente desigual.

Esta desigualdad de las relaciones y los papeles de los diferentes grupos en que puede dividirse la sociedad griselana del momento vienen marcados en primer lugar por una estructura de la propiedad de la tierra nítidamente desigual. Cómo se expresaba este general reparto desigual en el caso concreto de Grisel es algo de lo que solo nos es posible realizar conjeturas debido a la pérdida del libro de amillaramiento de Grisel, un recuento municipal de propiedades con fines fiscales que fue confeccionado por los diferentes ayuntamientos en las décadas de 1850 y 1860 y que ha sido utilizado como fuente principal para tratar este tema en un buen número de estudios referidos a ésta y a otras comarcas aragonesas. No tenemos, sin embargo, ninguna razón que nos haga sospechar que existiese alguna diferencia fundamental entre Grisel y los pueblos de su entorno en este tema, por lo que podemos trasponer para nuestro caso los resultados de esta misma pesquisa realizada por Gloria Sanz en su citado estudio.

Hay que anotar, en primer lugar, que esta distribución de la propiedad está directamente influida por las, en aquel momento, relativamente recientes transformaciones producidas en el sistema legal de tenencia y explotación de las tierras que, con carácter liberal, se efectuaron a lo largo de buena parte del siglo XIX y que supusieron una punta de lanza en el avance del capitalismo agrario. Detrás de una apariencia falsamente igualitaria, estas transformaciones establecieron o consolidaron una distribución diferencial del recurso económico principal del momento: la tierra. Dando como resultado una llamativa gran cantidad de fincas de pequeño tamaño, el reparto configuró un tipo de propiedad fuertemente fragmentada que, al contrario de lo que pudiera parecer, quedó en manos de un número reducidísimo de grandes propietarios (muchos de estos últimos sin presencia física real en las poblaciones y ni siquiera en la cabecera de comarca) frente a una minoritaria pero extendida presencia de labradores con propiedades de tamaño medio y a una abrumadora cantidad de ínfimos y pequeños propietarios (Como aval a esta situación en el caso concreto de Grisel podemos aportar los datos del reparto de rústica y pecuaria del municipio en 1930 (Sanz, 1997: 39): el 59% de los contribuyentes (los de rentas más bajas) debían pagar en razón de sus posesiones solamente el 17% de las cantidad total aportada en el municipio mientras el 6,7% de los contribuyentes (los de mayores rentas) llegaban a aportar el 44,3 del las rentas totales) a los que rara vez sus pequeñas posesiones les permitían garantizar un nivel de subsistencia.

Así, esta distribución desigual de la propiedad rústica hacía posible un sistema de gestión de las tierras en el que, mediante sistemas de arrendamiento o aparcería (Algún informante nos explicó, refiriéndose a los años de la posguerra, dos modalidades diferentes de contratos de aparecría: "a renta" era cuando "el que llevaba las tierras" le pagaba al propietario del terreno una cantidad fija y determinada por antelación, y "a medias" era cuando el pago consistía en la mitad del producto obtenido de las tierras), los mayores propietarios contaban con los pequeños, ínfimos e incluso con un reducido número de simples aparceros para de manera indirecta sacar rendimiento a sus posesiones, mientras la gran mayoría de la población laboral se constituía en un grupo de verdaderos "jornaleros-propietarios" que complementaban los insuficientes productos de sus reducidas propiedades con el trabajo esporádico, estacional o regular en las fincas de los grandes propietarios.

Expresadas ya tanto la idea de que el empleo del suelo era el principal recurso económico del momento, como la de la dependencia cotidiana de aparceros y "jornaleros-propietarios" (que constituían el grueso de la población activa) de los grandes propietarios debido a la radicalmente desigual distribución de la propiedad de la tierra, no debería extrañarnos que se produjera una rápida reacción de estos aparceros, ínfimos y pequeños propietarios al advertir la posibilidad de roturar e iniciar o incrementar de manera "alegal" pero de facto la superficie de sus propiedades (Bastantes décadas después se intentó normalizar la situación legal de esta ocupación de un terreno de propiedad municipal con el establecimiento de un canon o pago anual al Ayuntamiento como contraprestación al uso del terreno aunque, mientras tanto, se habían aplicado a muchas de estas parcelas formas de transmisión características de la propiedad privada (como ventas o cesiones hereditarias) que llevaron al Ayuntamiento a reconocer este carácter de propiedad privada para algunas fincas diseminadas entre una amplia superficie de propiedad municipal o, como se conoce entre la población, "de canon") de tierras cultivables, y todavía más en una coyuntura muy favorable para un cultivo concreto muy viable para su desarrollo en las laderas de La Ciesma.

Esta expansión de la superficie roturada en La Ciesma para su puesta en cultivo de viñas, ya vimos que respondía a una tónica social e histórica más generalizada que encontró en esta zona y, particularmente en Grisel, una ejemplarización característica. De hecho, esta expansión se pone en relación (Pan-Montojo, 1994: 193-194) también con el exclusivo control del proceso productivo del vino por parte de campesinos con unas disponibilidades de capital extremadamente limitadas y que, en un mercado muy competitivo, optaron por la estrategia del "cambio incremental", es decir, de aumentar la producción (en este caso gracias al paralelo aumento del terreno cultivado) con el objetivo final de responder positivamente a la demanda francesa predominante fabricando el producto -de baja calidad pero en gran cantidad- que ella exigía.

A este proceso económico se unieron las particulares condiciones de la viña (Plans, 1994: 15) para medrar en terrenos pobres y de secano que difícilmente podrían explotarse para otros cultivos (como posteriormente ha demostrado el intento de cultivo del cereal), llegando finalmente a que se llegara a doblar la superficie de viñedo (Sanz, 1997: 31) en la comarca de Tarazona tan solo en los cuatro años que van de 1885 a 1889.

A este sorpresivo avance del viñedo, además de las condiciones propias de la viña, contribuyó -y más en el monte de La Ciesma- el hecho de que la roturación del monte para viña fuese más asequible para el pequeño propietario o jornalero que carecía de animales de trabajo. Esta posibilidad de poner en cultivo prácticamente toda la superficie de La Ciesma sin contar apenas con la ayuda de animales de trabajo está directamente relacionada con las dimensiones de las casillas de pico y sus entradas -no aptas normalmente para caballerías- y se comprende mejor al fijarnos en la técnica concreta que se empleó para poner materialmente en cultivo esta zona, es decir, para cavar los hoyos necesarios para las viñas. Y tanto que eran necesarios pues, además de las dificultades para el trabajo con caballerías que ofrecían las zonas de pendiente pronunciada como La Ciesma, en aquel momento (Pan-Montojo, 1994: 182-183) los arados romanos tradicionales podían servir para una primera labor de desbroce pero eran incapaces de levantar la tierra desde un nivel suficientemente profundo y esta labor, necesaria en la huerta y en las viñas, se resolvía mediante la cava manual de hoyos o zanjas. La realización concreta de estos hoyos en buena parte de las zonas de piedemonte de la Península Ibérica se efectuaba con azada, con la significativa excepción de los pueblos del País Vasco y Navarra en los que los hoyos eran ejecutados con una herramienta llamada laya. Esta herramienta, que también era la que se utilizaba en Grisel y su entorno donde se le conoce con el nombre de lía, consistía en una pieza de metal con forma de dos puntas que se encajaba al final de un mango de madera. Puede localizarse fácilmente alguna foto (Violant, 1989: 450-453) que muestra su modo de empleo en la provincia de Guipúzcoa, aunque el modelo empleado en esa zona se diferencia claramente del propio de Navarra que, tal como ha sido recogido en la comarca de Tarazona (Gargallo, 1987: fig. 17), se corresponde con el usado antiguamente en Grisel.

En Grisel, esta herramienta recibe todavía el nombre de lía, y se conserva muy fresco en la memoria popular (Y también queda recogido en la bibliografía (García, 1960: 72-73) en donde su uso se relaciona con la práctica de un método de plantación a base de "mugrones" que será explicado más adelante, y que por sus características peculiares impedía la acción del arado) el recuerdo de su uso agotador para el cavado de las viñas hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX. Algunos testimonios concretos así lo demuestran: "mi abuelo, en su juventud, todo eran viñas y las cavaban casi todas con lías. En mi época se volvieron a plantar, ya con caballerías", "las lías eran dos picos, ponías el pie, hincabas, ponías el pie y tirabas. Así era en las viñas, que yo no las conocí", "las viñas se trabajaban con caballería aunque más antiguamente se hacía con lías, dos ganchos que se ponía así el pie encima, se meneaba un poco y saltaba la tierra, iban después con la azada y se labraba; a estilo esclavo". En uno de estos testimonios se entrevé la posibilidad de que se produjese, allá por la década de 1930, una replantación de viñas en ciertas áreas de Grisel con la ayuda de animales de trabajo y, por lo que puede deducirse de otro informante, que llegaron a ocupar incluso parte de las laderas de La Ciesma por lo que hubieron de ser arrancadas bien poco después: "yo he labrau viñas en La Ciesma, tenía unos campos de viña. Se labraba normalmente con una caballería sola porque cuando crecían los sarmientos ya no se podía. Los campos eran muy estrechos, más o menos como los de ahora, o más pequeños aún".

Una vez roturada y ocupada por las cepas la superficie total de La Ciesma, o muy posiblemente de manera paralela a este proceso, se produjo la construcción de las casillas de pico a modo de sencilla infraestructura de apoyo al cultivo de la vid. La elección de la técnica de la piedra seca para su construcción (con su máxima expresión, la falsa cúpula por aproximación de hiladas) responde a la necesidad, evidente una vez vistas las circunstancias históricas del momento y sociales de sus constructores, de que los propios labradores de las viñas pudieran bastarse de manera 'radicalmente autosuficiente' para su construcción. Por todas las razones expuestas en el capítulo del análisis arquitectónico, esta técnica era la ideal: utilizaba piedras de tamaño y peso manejable y podía ser realizada de principio a fin por una persona, aprovechaba los materiales de deshecho de la puesta en cultivo del propio entorno, era de rápida realización y no necesitaba de ninguna herramienta concreta. Además, su producto final era muy duradero y, en el caso de las casillas de pico, se prefirió la variante técnica más sencilla de las diferentes que pueden presentar las casetas de falsa cúpula.

No solo su técnica sino también su diseño se adecuó a la finalidad concreta de apoyar el cultivo de la viña. Por ello su interior es de pequeño tamaño y suficiente para acoger a una o pocas personas, aunque no baste para albergar de manera habitual a los animales de labor que, en aquel momento, no eran empleados en las viñas. Por eso mismo la altura de su entrada se pudo reducir hasta los 1,4 m, demasiado baja para las caballerías, suficiente para el uso humano y adecuada para garantizar la estabilidad y facilidad de construcción del sistema de cubierta. Contadas pruebas de este uso de refugio para los trabajadores de las viñas son las losas planas usadas como asientos sobre el suelo de las casillas, más que suficientes puesto que la relativa cercanía (La más cercana de todas las casillas inventariadas (la nº 6) se encuentra a una distancia de 750 m de Grisel, lo que supone unos 12 minutos caminando a velocidad normal. Y la más lejana de todas (la nº 24) está a unos 3,5 km del pueblo, es decir, a unos 50 minutos andando) de todas ellas a Grisel hizo prescindible el acondicionamiento de un espacio para dormir o pasar la noche del que significativamente carecen las casillas de pico.

Puesto que carecen de ventanas, podemos descartar la función de vigilancia sobre las viñas que cumplían otras casetas similares (Como las de Robres, La Rioja o la comarca catalana de Bages, con cierta relación con el viejo refrán de "el miedo guarda la viña"), y por la ausencia de puertas en todos los casos podemos deducir que en su interior no se almacenarían objetos o materiales de cierto valor. Tal vez, aunque no podemos asegurarlo, sirvieran para guardar el utillaje agrícola al lado del mismo campo, tal como sucede en otros casos (Plans, 1994: 30 y http://www.geocities.com/Athens/Olympus/9673/barraques.htm), lo que permitiría evitar su cansado transporte diario desde la vivienda al monte y viceversa. En cualquier caso, es de señalar la llamativa ausencia casi total de elementos para contener o situar objetos, de lo que cabe concluir con seguridad su nula función de almacenaje. A este respecto, la contada cultura material que se ha hallado en ellas se corresponde a las últimas etapas de su uso hacia la mitad del siglo XX.

Otra razón que podría ayudar a explicar la poco usual densidad de casillas en La Ciesma podría ser la de las características específicas del propio cultivo de la viña (Soler, 1988: 48, Soler, 1994: 22-23, Soler, 1997: 397-399 y http://www.larioja.com/vino/suplemento2000/guarda.html) que, obligando al labrador a realizar una serie de faenas de manera constante a lo largo de todo el año, habría hecho prácticamente necesaria la existencia de un pequeño refugio cerca de los cultivos donde protegerse de las lluvias repentinas y donde encontrar cierto cobijo del frío y del calor en los momentos de descanso. En todos estos casos, a pesar de la cercanía del pueblo, resultaba más práctico tener un refugio cercano que realizar desplazamientos de 15 a 50 minutos de ida y otros tantos de vuelta para momentos de parada en el trabajo de muy poca duración.

¿Y cuáles eran en concreto estas continuas faenas del cultivo de la vid, que obligaban al labrador a mantener una atención constante sobre sus cepas? Vamos ahora, a través de ellas, a tratar de imaginar cómo transcurrían los trabajos de la viña en el ciclo anual de uno de aquellos griselanos que levantaron cerca de sus cepas una de las casillas de pico. Para ello tendremos en cuenta la información aportada por los habitantes de Grisel (más propiamente referida a la década de 1930) y la completaremos con la que hemos encontrado en bibliografía referida a los finales del siglo XIX y a lo recopilado en otras comarcas.

En enero (o marzo) se cavaba el terreno, labor que se realizaba como mínimo una vez al año pero que podía hacerse hasta tres veces. En caso de no tener plantadas todavía las cepas, se hacían los hoyos o "pozos", como hemos visto más antiguamente con lías y en la época de nuestros entrevistados "con las azadas" después de "labrar con caballería" (Una preciosa copla popular en la zona referida a esta faena aparece recogida en Bajén y Gros, 1999: 50). En caso de layar (García, 1960: 73), a continuación era necesaria una nueva pasada para deshacer los terrones que dejaban las lías. Una vez el campo quedaba layado y desmenuzada su tierra, la escasez generalizada de estiércol se intentaba paliar con el amontonado de la hierba de los orillos junto con alguna rama de olivo para después prenderles fuego y que las cenizas sirvieran de abono: eran los llamados hormigueros. En enero o febrero se podaba la cepa (cuentan (Monesma, 1991) que la fecha ideal era la luna creciente de febrero) para separar de la planta los sarmientos que se desarrollaban excesivamente en perjuicio del fruto, y entre éste último mes y el siguiente, marzo, también se solían realizar los injertos. En los desapacibles días de estos meses (Anónimo, 1988: 1), las casillas constituían un buen refugio contra las inclemencias del tiempo. A últimos de abril, se entrecavaba (García, 1960: 73) con el objetivo de favorecer la filtración de agua en el suelo y para dificultar el crecimiento de las malas hierbas. "A continuación, entre marzo y junio, se sulfataban (las cepas) con escobas. Era sulfato de piedra, se compraba la piedra, se echaba en un pozal y se deshacía dando vueltas con agua caliente". "Antes de mayo, cuando empezaba a mover la viña, se injertaba. El primer año había que plantar e injertar, el segundo año se cogía algo de uva y el tercero ya bastante". "Escardar era quitar los pámpanos, los brotes sin uvas". También, "para que hicieran ligazón" estaba la faena de espuntar que consistía en cortar "la punta del sarmiento pa que no se fuera el agua p'arriba, entonces empezaba a salir el grano". Y en agosto se mataban las hierbas (García, 1960: 73).

La plantación (García, 1960: 73 y Sabio, 2001: 110) generalmente se realizaba por el sistema de estaca utilizando sarmientos procedentes de la poda anual (O del año anterior (Monesma, 1991). También en esta fuente se señala que la fecha más adecuada para la plantación se consideraba la mingua de febrero). Sin embargo, en la comarca se tiene constancia a finales del siglo XIX de otro sistema más rudimentario. Consistía en "morgonar". El "morgón" o "mugrón" era un sarmiento que se dejaba crecer y, sin separarlo de la cepa madre, se enterraba dejando salir la punta en el punto donde se quería que arraigase la nueva cepa. Cuando el "morgón" había echado raíces se cortaba la parte que lo unía con la cepa original y quedaba individualizada la nueva cepa. Este sistema servía para ir aumentando la superficie de algunas viñas pero no permitía mantener una alineación fija de las cepas y, al parecer, la misma tradición oral en algunos refranes no le tenía mucho aprecio respecto al sistema de plantación por estaca.

"La vendimia se hacía pa Todos los Santos", "cuando la uva estaba madura". "Estábamos todo el día allí, y se cortaba con una navaja o con el gabinete, una hoz con la punta vuelta pero en pequeño. La uva se llevaba con cuévanos de miembre, uno a cada lau de las caballerías". "El vino se hacía en las bodegas del Calvario". "Se pisaba dentro de la bodega (Las bodegas, además, eran un lugar de diversión y socialización para los hombres de la época (Bajén y Gros, 1999: 52 y http://www.aragob.es/edycul/patrimo/etno/bodegas/portada.htm) y se metía todo dentro de la cuba. Se cambiaba en enero, en menguante, cuando paraba la fermentación (Más tipos y procedimientos de fermentación de la época en Pan-Montojo, 1994: 192). Se sacaba el líquido y la brisa se prensaba". Los restos sólidos que quedaban se llevaban antiguamente a la ya citada aguardientería del Pontarrón o, si no, "se bajaban a la alcoholera de Tarazona". También, en los años 50, "se lo comían las ovejas".

Y una vez elaborado el vino (Las técnicas de elaboración del vino en la comarca de Tarazona y el Moncayo aparecen descritas minuciosamente en http://www.aragob.es/edycul/patrimo/etno/bodegas/portada.htm), se recuerda todavía en Grisel la labor de los garapiteros quienes (Bajén y Gros, 1999: 49), encargados por el Ayuntamiento, medían el vino en las bodegas de la población y lo sacaban hasta el carro o el camión del comprador.

Un uso muy diferente era el que recibían las casillas de pico cuyos restos se conservan en la cima de La Ciesma de manera anexa o muy cercana a los corrales que en ella se situaban. Estos corrales, denominados en Grisel barreras, se utilizaban como albergue para pequeños rebaños en ciertos periodos del año: "pa recoger el ganau, en el verano las recogían allí y también a mediodía, pa que el ganau estuviese asestau. Los pastores, según venía, dormían en ellas". Nuestros informantes recuerdan que alguna tenía "casilla de picote, más pequeña, en esas las caballerías no entraban". Lamentablemente, su estado de conservación ha llegado a nuestros días tan deteriorado que poco más podemos intuir sobre su origen y posible uso. También ha de quedar en el aire la razón que explicase la extraña transformación desde la puesta en cultivo de toda la llanura de la cumbre del monte, tal como aparece en el citado mapa de 1890, hasta la condición de zona totalmente pedregosa y yerma que presenta en la actualidad, pasando por haber acogido entre tanto las barreras que todavía pueden adivinarse en ella.

Otros corrales antiguos, todos ellos en avanzado estado de ruina, se esparcían por ambas laderas de La Ciesma testimoniando su antiguo esplendor ganadero. En muchos de ellos seguían guardándose los rebaños de ovejas en la etapa de juventud de nuestros entrevistados quienes, durante sus labores agrícolas en La Ciesma, no dudaban en refugiarse asimismo en su interior en caso de producirse una tronada. En aquel momento nos contaron que había en Grisel 3 hatajos de los que el mayor llevaba unas 200 ovejas. Así que sería pequeño el espacio que ocupasen semejantes rebaños y, por tanto, serían suficientes los corrales que eran propiedad del Ayuntamiento y que quedaban para uso de quien "arrendaba las hierbas". El ganado podía pastar en toda la superficie del monte, "entraba por todo", y contaba con el suministro de agua que se recogía en las balsas (llamadas en Grisel "pozos") de donde también bebían los animales de labor y, tal como nos contaron nuestros entrevistados, "a veces también nosotros".

En cuanto al ya desestimado uso como cabaña pastoril que se había llegado a proponer para el conjunto de las casillas de pico, se le pueden añadir dos contra-argumentos más. El primero es la desnudez de su interior y su falta de preparación para recoger o guardar pequeños objetos que contrasta vivamente con la descripción (Pallaruelo, 2000: 75) de una auténtica caseta o majada pastoril: "multitud de objetos distribuidos por los resquicios y agujeros que quedan entre los mampuestos, toscas estanterías repletas de botes grasientos y bancos muy primitivos". El segundo, que no se cumple para casi ninguna de las casillas de pico de Grisel, es el hecho de que todas las casetas de uso pastoril que se han documentado en Aragón (y lo mismo parece suceder en su entorno geográfico merced a la bibliografía a la que hemos tenido acceso) cuentan con un recinto anexo o muy cercano donde guardar el ganado o, en caso contrario, se localizan en una zona de pastos de verano en alta montaña.

Pero si todo parece indicar que el uso original de las casillas de pico fue el de apoyo a las faenas de la vid, muy pocas décadas después, hacia 1910, todo su entorno se había transformado en un inmenso cultivo de cereales. Tal como nos dijeron: "el monte estaba todo cultivau, era todo cereal". Y para este nuevo uso de La Ciesma, al contrario de lo que pudiera parecer, las casillas de pico no dejaron de cumplir un papel importante. Ahora ya, en el periodo de la vida laboral de nuestros informantes, sus recuerdos aparecen más nítidos y personalizados. Ellos nos contaban que "antes en el monte se pasaba mucho tiempo", "todo el día" (al contrario de lo que sucede en la actualidad cuando " no se ve a nadie en el campo, y se hace todo, yo no sé quién lo hace") y por eso "en primavera, que el tiempo era más largo, descansábamos allí las horas de mediodía, un par de horas o tres, que en noviembre daba poco tiempo para descansar" y "si le caía una tormenta cualquiera se podía meter dentro aunque las casillas tenían dueño". Este uso de refugio lo compartían con las de mayor tamaño y cubierta por entramado vegetal. Éstas otras, "las que se han construido en la época nuestra", "eran de tres metros pa'lante, porque tenían que caber las caballerías". Se construían de manera conjunta entre los labradores de los campos entre los que se situaba: "hacían una casilla en medio entre cuatro o cinco de los que tenían fincas alrededor". Aunque su número era más abundante que las de pico, su estructura de madera ha resistido peor el abandono y el paso del tiempo y, en la actualidad, se conservan pocas y en un avanzado estado de deterioro.

En aquellos años, las faenas del cultivo de los distintos tipos de cereal (trigo, cebada, avena o centeno) que ocupaban La Ciesma se parecían en bien poco a las actuales operaciones con maquinaria agrícola de origen industrial. El labrado de la tierra "se hacía con la azada, después vinieron los aladros para labrar con un macho solo". En junio comenzaba la siega (Alcaine, 2000 b: 11-12). En ella los utensilios utilizados eran la hoz, "lo más corriente, aunque otros dallaban la mies" y en la mano izquierda una zoqueta de madera y un dedal de cuero para proteger los dedos. "En el verano levantarse a las cinco de la mañana, coger el macho y a segar, a la una a comer a casa y a segar otra vez". La mies se iba atando en fajos agrupados en fascales y cargados en las caballerías, "con unas amugas para atar los fajos", para transportarlos hasta las eras situadas cerca del pueblo. Tras la siega, la siguiente operación era la trilla. "A tiempo de empezar a trillar" había que "rodillar la era" aunque "alguna es empedrada". Entonces se extendían los fajos de cereal por la era y se enganchaban dos caballerías a un "trillo de pedernal, de sierricas o de cilindros" sobre el que se situaba la persona que hacía girar los animales dando vueltas a la era para triturar la mies mientras algunos ayudantes movían la parva de vez en cuando con unas horcas. La mañana siguiente, si corría un poco de aire, se aventaba cogiendo con una horca una parte de la parva y echándola hacia lo alto para que, mediante la acción del viento, el grano cayese a peso y la paja fuera llevada un poco más lejos. El grano, finalmente, se guardaba en grandes talegas en los graneros de las viviendas para venderlo excepto una reserva que servía para hacer la harina destinada a la elaboración del pan de todo el año. Para ello, se recuerda todavía la presencia de un "molino de harina debajo del pantano".

Todas estas labores de carácter económico no quedaban aisladas del resto de las actividades sociales de la población y, así, una de las fiestas de Grisel (Alcaine, 2000 a: 6) era el día 3 de mayo con motivo de la celebración de la Santa Cruz cuando, tras oír misa, se subía en procesión hasta las eras y desde allí se bendecían los campos en todas las direcciones con la esperanza entre los labradores de que esta acción favoreciera el buen resultado de sus afanes cerealísticos.

 

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