Las "cabañas" (cuevas excavadas de habitación temporal) Felix A. Rivas
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Anexos Una noche en la Cabaña los Miterios (recreación literario-etnográfica) Apenas una semana faltaba para que comenzase el mes de diciembre y aquel día, aunque el sol había lucido sin parar desde el alba, serían sobre las cinco y media cuando mi hermano Juan y yo decidimos comenzar a recoger para llegar al pozo con luz. Además, en los campos vecinos, los otros labradores iban apurando sus faenas y a todos se nos iba poniendo una expresión entre cansada y alegre de saber que estábamos a punto de acabar la jornada trabajo. Aún nos había cundido el día. Habíamos labrado entero el tablón de arriba, donde sembraremos cebada en cuanto haya buen tempero, y después de comer nos pusimos a podar la viña de la val. Por la mañana, mientras yo labraba, mi hermano (que es algo más pequeño que yo) se encargaba de espedregar. Aunque ésta no era tierra de guija, la que dicen que va mejor para las cepas, tenía bastantes cascajos y piedras y cale limpiarla siempre que se puede, sobre todo para que no melle las hoces al segar. Y ahí estuvo el Juan, juntando las piedras en pequeños montoncicos, echándolas en la espuerta y llevándolas al borde del barranco donde las tiraba por la pendiente. -Manenpleadas -decía de vez en cuando-, si las hubiera pillau el abuelo ya estaría haciendo un abrigo de esos tan buenos, o una cabaña de las de obra, con la maña que tenía pa obrar. -Pero ahora ya hay muchos -le dije yo-, y en cada momento hay que estar en lo que hay que estar, por eso ahora al que presume de haber hecho un abrigo le dicen mal trabajador. Por la tarde pasamos a la viña de la val, que está junto al barranco y muy cerca del tablón de la mañana pero todavía un poco más lejos de nuestra cabaña. Así que hacia las cinco y media paramos, que todavía teníamos que pasar por el pozo y llegar hasta la cabaña antes de que se hiciera de noche. Otros, como el Puche, tienen la mayoría de los campos cerca de la cabaña y no les toca andar como a nosotros veinte minutos de ida y de vuelta cada día. Aunque peor sería si tuviéramos que ir y venir del pueblo todos los días porque ahora a lo mejor con el carro nos tiramos casi tres horas para venir a comienzos de semana. Así que, con el aladro un poco levantado para que los abríos pudieran llevarlo, nos encaminamos hacia el pozo. Hoy no estaban demasiado cansadas las caballerías porque solo habían trabajado hasta mediodía pero aun con todo no les vendría mal un trago de agua y un poco de pienso después. Al llegar al pozo, tiré el pozal al agua y lo saqué tirando de la carrucha. Estaban un poco mejor los pozos y las balsas porque hacía unos días que habían caído unos borrascazos y casi se habían llenado. No como las semanas de antes, que después de no llover una gota durante semanas cayeron unas heladas tremendas y había que romper el hielo cada vez para sacar la poca agua que quedaba. En ese momento, mientras iba echando un par de pozales más en la pileta, y la mula y el macho acachaban la cabeza para beber, llegó el Grabiel con su macho. -Paice que ha hecho mejor día hoy, ¿no? –le dije. -¡No va a hacer! Mejor día que ayer cualquiera, que con el mal cierzo que se levantó me tuve que echar casi en el suelo dentro el abrigo que está junto a los almendros, y allí echándome un bocao a mediodía y bien solo que estaba... ¡pasé un miedo...! -¿Pero seguro que estabas solo? ¿Si me dijeron que te apretabas mucho a una que la quieres mucho? -le dije yo bromeando mientras le hacía el gesto de empinar el codo. Y es que el Grabiel tenía fama de tenerle gran afición a la bota. -Bueno –me respondió entre las risas de mi hermano- es verdad que cuando tengo frío ésa nunca me dice que no, por lo menos hasta que no acabo con ella. Nos fuimos ya hacia la cabaña y al llegar a ella el sol se había escondido y la oscuridad iba ocupando el cielo rápidamente. Mi hermano les quitó el aladro y el jubo a los abríos y fue poniendo cada cosa en su lugar: los collerones en los palos d dentro la cabaña y la cesta de la comida y los aperos en el bujero. Yo entré los animales a la cuadra y los amarré a las estacas. Cogí un poco de paja y de pienso y se los eché en el pesebre. Me senté en el escalón de la pajera a mirar un poco el fuego que mi padre se había encargado de encender hacía un rato. Se estaba bien allí dentro ahora que empezaba a hacer frío de verdad ahí fuera. Estando bajo tierra se recogía muy bien la calor y, si no llegaba a helar, una buena lumbre en el fogón era bastante para estar a gusto dentro. - Ala niño –me dijo padre- ¿qué haces ahí parau?, encárgate de mantener el fuego y vigila que no se pegue el arroz, que quiero pasar a la cabaña los Jeronímos a preguntarles una cosa. Tenía buena pinta la paella, con tres o cuatro pedazos de adobo y los cachos de patata. La verdad es que tenía hambre. ¿Y qué sería lo que quería hablar padre con los Jeronimos? Ya tenía ganas de que volviera para que me contara. -Juan -le dije a mi hermano en broma- cuando acabes de plegar todo no te olvides de hacer bien la cama y dejar las sábanas bien lisas, ¡eh! Al otro lado de la cuadra, dentro del bujero, se oyeron resonar las risas de mi hermano, -no te preocupes -me respondió- que si no tenemos mantas suficientes, ahora le estoy echando leña a la estufa-. Me volví y vi que lo que estaba haciendo era echarle más paja a los animales en el pesebre. Esta vez me reí yo también con ganas de la ocurrencia. Luego vino padre y nos contó que había venido a hablar con él el capataz de la Casa Mazas. Resulta que uno de sus peones se había caído de un árbol y se había partido un brazo y entonces iban a necesitar durante varios días uno o dos mozos para la poda de los manzanos. Le preguntamos si conocíamos al que se había caído y nos dijo que no, que era de La Muela y que no bajaba mucho por Épila. Había pasado a decírselo a los Jeronímos y el pequeño dijo que iría él y que mejor si le acompañaba mi hermano, pues eran grandes amigos. Mi hermano puso cara de contento y padre le dijo que podía ir él, que nosotros nos apañaríamos para acabar la poda de la viña de la val y que además nunca venía mal que alguien de la familia trajera algunas perras de fuera. La paella ya estaba a punto y los tres nos sentamos sobre los bancos de la cocina alrededor de la sartén con patas en la que se había hecho la cena, con una cuchara en la mano y dispuestos a dar buena cuenta del arroz. Además, lo único que podíamos hacer de vez en cuando para pasar algunos bocaos era echarnos un trago de vino, y así fue pasando la cena, sin hablar mucho y cada uno enfrascado en sus pensamientos. Lo único que dijo padre era una queja a la que mi hermano y yo tampoco le dábamos mucha importancia. –Con lo que me gustan los panes que hace vuestra madre... y cómo se nota que ya estamos a jueves, bien poco le falta a éste p'amanecer florecido. Al terminar restregué la sartén con un poco de paja blanca y agua del cantaro, lo volví limpiar con otro poco de paja limpia y ya estaba lista para el almuerzo del día siguiente. Serían casi las siete aún y ya andábamos bostezando por lo que decidimos acostarnos. En la pajera, encima de la paja, había unos sacos de arpillera sobre los que nos echábamos en calzoncillos y con alguna manta por encima. Se escuchaba el chisporroteo de las últimas brasas y aún más cerca, al otro lado del pisebre, el respirar profundo de las dos caballerías. Desde allí también llegaba el ácido olor a orines y el suave calor de los cuerpos de los animales, ambos iban juntos y juntos había que tomarlos o dejarlos. Tanta tranquilidad, el cansancio del día y la suave temperatura del interior de la cabaña nos fueron venciendo y nos quedamos dormidos los tres. Habrían pasado tres o cuatro horas cuando semejante tranquilidad se rompió de pronto. Alguien golpeaba con fuerza la puerta de entrada y chillaba a grandes voces. -¡Chicos! ¡Ande s'ha visto que los Miterios se metan en la pajera antes de las doce! ¡La vergüenza de la juventud de Épila! Abrir, mecagüenlaputaaa... Mi hermano abrió los ojos, brillantes y animosos, y me miró como preguntándome. Padre refunfuñó, se dio media vuelta y se quedó tercamente acostado a pesar del ruido y el bullicio que armaban los de fuera. Realmente padre se estaba haciendo mayor, ¡con lo que le gustaba antes una buena juerga! Al fin me levanté. Tampoco me desagradaba la idea y al fin y al cabo tenía que levantarme un poco más tarde para echar de nuevo comida a las caballerías y así que mataba dos pajaros de un tiro. Quité el cerrojo y abrí la puerta. Una bocanada de aire frío entró aunque un segundo antes lo que se me vino encima fueron los noventa kilos del zancarrón del Tomás, el de los Ratones, que se había caído sobre mí porque estaba recostado en la puerta y no se tuvo en pie cuando yo abrí la hoja hacia dentro. Después de la risas, el Tomás y tres jóvenes más de su quinta que yo no conocía mucho se sentaron alredol del fogón. El Juan se puso a encender el fuego. - ¡Meca qué frío hace en esta cabaña! Tomar unos tragos a ver si entráis en calor. Y usté Tío Miterio, acérquese a echar unas canciones. Regañando por lo bajo se levantó padre en la pajera, se vistió y se arrimó al fuego que empezaba a arder. -Por lo menos espero que el vino que traéis no esté picao, que si no... Así que sin haberlo pensado antes comenzamos un poco tarde la tresnochada. Y es que no te podías resistir a esos momentos porque después, en el campo labrando con cierzo, o segando con sol, o cansao ya de tantas horas trabajando, te acordabas de los buenos ratos en compañía que luego ibas a pasar y te daba ánimos pa seguirle arañando un poco de beneficio a la tierra. Como ya hacía un buen rato que habíamos cenado, echamos unas patatas en las primeras brasas que se formaron y nos pusimos a charrar de cómo iba el tempero, de las penurias que estaban pasando algunas familias después de la guerra, de los pastores que se quejaban mucho del mal estado de las cabañeras, de algunos señoritos que en ese mismo instante estarían vestidos con ricas ropas y en una casa llena de lujos y ricas comidas mientras unos labradores como nosotros disfrutábamos de los manjares de las patas asadas con recio vino cosechero... -Ahora ya no hay nadie en el palacio de los condes, pero dicen que es propiedad de los Condes de Alba que allá en Andalucía tienen muchas tierras y mucha gente que les sirven. Y antes aún se ve que era peor, que mi abuelo me contaba que en su tiempo fue cuando dejaron de pagarle al conde un diezmo de cada cosecha, y hasta a la Iglesia tenían que pagarle, si es que los curas a mí nunca han hecho más me jodeme... -Pues yo no les veo nada malo, -respondió uno de sus amigos que tenía fama de beato -se preocupan por todos y les dan caridad a los pobres... -¡Ala! -les cortó padre- dejaros ya de hablar de cosas serias. Tomás, pásame la bota y échate una jotica de esas que sabes tú. Se levantó entonces el Tomás y dijo: pues ésta es poco maja, dicen que se la cantaba el Tío Chindribú a su mujer. Tomó aire y la jota resonó entre las paredes excavadas de la cabaña. Afuera, sobre el nivel del suelo, corría un cierzo cortante y frío y las estrellas brillaban en lo alto: "Y te meas en el suelo / cuando bajas a la cuadra / y te meas en el suelo / hasta las pajas se alegran / de ver un chorro tan bueno / de ver un chorro tan bueno / y te meas en el suelo". Todos nos reímos mucho y le aplaudimos y le convidamos a que le diera otro trago a la bota. Entonces me puse derecho y con cara muy seria dije en voz alta: -¿A que no sabéis este acertijo? Dice así, "Levanta el cobertor, no me seas perezosa, que te la vengo a meter, que traigo tiesa la cosa". A ver si sabéis qué es. Mi hermano se había puesto todo royo y mi padre, que seguro que conocía la respuesta, no decía nada y empinaba de nuevo la bota. -¿No será.. –dijo uno de los visitantes- el calentador de la cama? -Pues no –le dije- y os lo voy a decir. Es... ¡la indición! Aún no se habían acabado las risas y ya se había levantado otro de los que yo no conocía mucho -Y ahora, con el siguiente trago, voy a echar yo un recitau que aprendí en una bodega en las fiestas de Muel, –tomó aire y de una sola respiración dijo todo de corrido- "Las cepas de aquellas viñas / son como grandes carrascas / y un grano que se derramó / se marchó por mala Francia / Los franceses que la vieron / cantaban la tararara / yo también la cantaré / si este vino no se acaba / Este vino angelical / salido de este barral / tú me curas tú me sanas / tú me das las buenas ganas / medícos y cirujanos / me lo dan por miricina / yo como tengo tercianas / he dicho / que lo tomo / como quina". Se le había puesto toda inflada la vena del cuello pero tenía una expresión satisfecha por haber logrado decir todo el recitau sin coger aire. Mi hermano se envalentonó un poco y parecía que iba a empezar una jota pero como todos le mirábamos, giró la cara y mirando a mi padre le dijo: -Que es verdad que se ha acabado el vino de la bota, tendremos que sacar algo ¿no?- Así que padre sacó la calabaza donde guardaba un poco de vino y se la pasó al Tomas que, antes de echarse un trago, dijo: -¡Pero calabaza tenéis en esta cabaña! si parece que me esté bebiendo la meada un tocino- Y lo decía porque como la calabaza no tiene agujero de respiradero, el vino caía a borbotones, igual que mea un tocino. Así fueron pasando las horas, entre el repertorio de los abuelos, las nuevas de los pueblos de alrededor y buenos lamparillazos de tinto de vez en cuando. Hasta que no sé por qué, debí de meterme en mis propios pensamientos y comencé a darle vueltas a la cabeza, que si tendríamos alguna manera para acabar un poco antes la poda de la viña de la val, que no me se olvidase hablar con un amigo que tenía una cabaña de obra en la parte del Sabinar a ver si podía dejarme la llave para quedarme a dormir allí mientras sembraba la tabla que tenemos de trigo, que tenía que ver cómo iba el tocino de casa pa poder pensar en hacer la matacía antes de Navidad para cuando ya hubiésemos acabado con lo más fuerte de la faena en el monte... y entonces me di cuenta de que ya serían las dos o las tres de la mañana y que al día siguiente había que levantarse con el sol para aprovechar la luz... y entonces decidí irme a dormir. A los demás no les pareció muy bien pero tampoco les importó mucho porque siguieron cantando y hablando a voces, y padre con ellos. Realmente, pensé, no está tan mayor como creía. Y así, claro, no había manera de dormir. Entonces, al rato, me levanté y les grité que o se iban o les echaba yo mismo. El fuego se había muerto y la débil luz de las brasas y del candil iluminaba ligeramente la cocina y la pajera. –Además- dije -que se nos está acabando la mecha del candil-. Y cogí y apagué el candil y a oscuras abrí la puerta y comencé a sacar uno por uno a todos los que habían venido entre risas y quejas exageradas. –Ala, que no tenéis casa u qué?- Esa era la despedida tradicional. Entonces pude por fin cerrar la puerta y volver a la pajera. Padre y Juan, como tontos, ya se habían acostado y parecían dormidos. Me hice un hueco entre ellos para tener un poco menos frío y conseguí quedarme dormido enseguida hasta que, antes de que el sol hubiese salido, una olor de rica que hubiese despertado a un muerto me hizo levantar de repente: padre estaba preparando las migas y otro día comenzaba de nuevo en la cabaña.
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