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Las  "cabañas" (cuevas excavadas de habitación temporal)                                                             Felix A. Rivas

 

 Una mirada global  (al inventario de construcciones secundarias)

A través de la historia

Siguiendo un cierto orden cronológico, se realizará un repaso a los diferentes factores sociales, económicos y culturales que han influido en la configuración de las construcciones estudiadas. Dirigiremos nuestra atención principal hacia los dos últimos siglos que, por lo que parece, fueron decisivos en la conformación final de estas construcciones al menos tal como han llegado hasta nuestro tiempo, añadiendo solo al comienzo un breve apunte de los siglos más lejanos a modo de punto de partida inexcusable. Amplias lagunas quedarán en este análisis sociohistórico global de cabañas y demás construcciones secundarias, y en parte serán debidas a importantes huecos en la documentación  (Destaca la pérdida del Libro de Amillaramiento de Épila que nos hubiera proporcionado importantes informaciones acerca de la gestión del territorio en ese término municipal a medidaos del siglo XIX.) así como en lo investigado hasta el momento sobre cada una de las dos localidades.

El pasado más lejano conocido, en lo que concierne a las dos poblaciones y términos de Épila y Muel, pretende asignarle unos orígenes celtíberos a la población epilense y, ya con algo más de seguridad, constata la presencia de la cultura romana en ambas localidades con la presa de recrecimiento de La Huerva en Muel y el paso del itinerario romano de Zaragoza a Mérida por el valle del río Jalón siguiendo el mismo trazado del posterior camino de unión de los reinos medievales de Castilla y Aragón (López, 1997: 39.).

No contamos con ningún dato de interés acerca de la Alta Edad Media en ambas poblaciones salvo la certeza de la presencia musulmana en ambas. Presencia que no cambiará sustancialmente tras su paso a dominio del reino cristiano de Aragón (Épila es conquistada por Alfonso I el Batallador en 1119), manteniendo un abundante número poblacional durante cinco siglos más.

A partir de ese momento, los dos términos entrarán de lleno en el sistema de los señoríos laicos. Épila lo hará, tras ser villa de realengo de manera intermitente, a partir de su cesión por parte de Pedro IV en 1366 al recién nombrado Vizconde de Rueda. Y, ya desde finales del ese siglo, pertenecerá a los Ximénez de Urrea luego intitulados Condes de Aranda (Ubieto, 1985: 506, y www.geocities.com/TheTropics.) hasta la abolición del sistema señorial a comienzos del siglo XIX. Muel (Ubieto, 1985: 905.) formó parte durante el siglo XIV del señorío de Luna, en el siglo XV fue aportada como dote matrimonial al señorío de Ricla, y a partir del siglo XVI formó parte del Marquesado de Camarasa.

Este sistema señorial, que duró durante toda la Edad Moderna, se caracterizó por la existencia de una inmensa mayoría de la población dedicada a las actividades agrícolas y ganaderas, que soportaban una serie de cargas (Lapeña, 2000: 32 y 42, y López, 1991: 50-53.) tanto jurídicas como económicas que repercutían a favor del señor del lugar o de ciertas instituciones religiosas. Y peor aún era la situación de aquellos campesinos que solo podían trabajar tierras ajenas. Durante aquella época, los cultivos más comunes eran los cereales, el viñedo y algunos olivos. También eran muy importantes los pinares y sabinares, cuyos usos como lugar de caza y de extracción de leña solían estar rígidamente reglamentados normalmente a favor del señor del lugar. Otros terrenos de condición jurídica especial eran las dehesas, grandes y numerosas fincas dedicadas normalmente a pasto para los ganados, sobre las que los vecinos podían hacer uso en algunas ocasiones con cierta limitación tanto por parte del señor como del concejo. Fruto de una de estas limitaciones, en este caso ejercida por la Casa de Ganaderos de Épila, es un documento (AME, 436-2.) de 1703 en el que queda reseñada la existencia de un sueldo para "los guardas de la dehesa".

Otro aspecto que podría destacarse es la convivencia que se dio en Épila, durante varios siglos, entre la población cristiana, judía y musulmana. Rota en un primer momento en 1492 por la expulsión de los judíos, más traumática incluso fue la expulsión de los moriscos (especialmente numerosos en la margen derecha del Ebro) en 1610. Aunque Épila no pareció sufrir grandes consecuencias no debió de ocurrir así con Muel, donde fue expulsada la mayor parte de su población y cuyo señor, el Marqués de Camarasa, llegó a promulgar una carta puebla al estilo medieval para potenciar su repoblación.

El siglo XIX, que iba a ser crucial tanto para las construcciones estudiadas como en general para todo el medio rural español, comenzó con la derogación en las Cortes de Cádiz del régimen señorial. No fue sin embargo inmediatamente puesta en práctica esta decisión sino que hubo que esperar a la década de 1840 para su completa desmantelación. E incluso una vez desmantelados jurídicamente los señoríos, la nobleza conservó buena parte de su influencia y riqueza en la zona, especialmente en el término de Épila donde, adaptándose a los nuevos derechos burgueses (Sabio, 1998: 106-107.) de propiedad de la tierra, ha continuado poseyendo abundantes y ricas tierras hasta nuestros días (Un ejemplo bien visible es el latifundio de monocultivo que continúa perteneciendo al Conde de Montenegrón en el polígono 26 de Épila.).

El otro acontecimiento clave de este siglo, muy ligado a la extinción de los señoríos, es el desarrollo del proceso desamortizador, que abarca prácticamente toda la segunda mitad de la centuria aunque presenta algunos momentos de especial intensidad como el impulso que le da el ministro Madoz hacia 1860. En el término (Esta información fue proporcionada de manera oral por Alberto Sabio a partir de sus consultas en los Boletines de Ventas Nacionales.) de Épila fue especialmente espectacular este proceso que obligaba a sacar a subasta buena parte de los bienes, sobre todo tierras, que poseían la Iglesia y especialmente el concejo en régimen de bienes de propios (terrenos para cuyo uso los vecinos tenían que realizar algún tipo de pago) o como comunales (de uso gratuito). Gran parte del terreno que existía en ese término, propiedad del concejo y destinada a su aprovechamiento como pasto para la ganadería extensiva, fue subastado entre 1860 y 1861 (en total fueron 19 dehesas las vendidas en el periodo 1860-1870), y tal era la importancia y posibilidades de estos terrenos que se tiene conocimiento de la participación en la puja de profesionales de la especulación de tierras y de testaferros del Duque de Híjar.

Otras vías anteriores a la desamortización propiamente dicha, como usurpaciones individuales y ventas de patrimonios concejiles, también estaban en marcha desde el siglo XVIII en las comarcas de Valdejalón y Campo de Cariñena y es posible que afectaran a los términos de Épila o Muel (Sabio, 1995: 31 y 93-94.). El resultado final a destacar de todos estos procesos fue el incremento de la superficie cultivada a costa de los baldíos y de los montes de titularidad pública.

Otro aspecto de esta 'desamortización roturadora' que la hace más explicable es la condición de pequeños o ínfimos propietarios (Sabio, 1998: 107.) que tenía la gran mayoría de la población y que les obligaba a alternar el trabajo en tierras propias (si es que las poseían) con el efectuado en tierras ajenas. Condición que se prolongará hasta bien entrado el siglo XX: "la tierra estaba repartida. Había gente, como había más, que no tenía y tenía que depender del rico. Para llevar las caballerías, recoger la cosecha, era el jornalero. También había gente con tierra que también trabajaba para otros".

Todos ellos, pequeños e ínfimos propietarios junto a jornaleros que no disponían de ninguna parcela propia, vislumbraron una posibilidad en todo este proceso roturador de acceder en mejores condiciones a la propiedad de la tierra que, en aquel momento, era el bien sobre el que se sustentaba toda riqueza económica. Fueron por tanto generalizadas las roturaciones, ilegales o legalizadas por las ventas de la desamortización, arbitrarias e indiscrimanadas o reglamentadas de algún modo por los concejos. No faltaron tampoco las tentativas de los ayuntamientos por salvaguardar en la medida de lo posible los derechos de sus vecinos en antiguos terrenos de propios o comunales que habían pasado a manos privadas. Así puede reseñarse el intento (Sabio, 1995: 114.) del ayuntamiento de Muel por conservar ciertos derechos de leñas y pastos para sus convecinos en las dehesas de propios que había vendido. Y aunque nada consiguió, un buen número de expedientes de infracción pueden registrarse durante los años siguientes como testimonio de la resistencia a la pérdida de estos derechos por parte de sus antiguos beneficiarios.

Este proceso de intensificación y búsqueda del máximo aprovechamiento agrícola del territorio continuó todavía hasta la propia Guerra Civil y tuvo un último refrendo legal (AHPZ, Mapas y planos 4-4-59.) en la última división parcelaria efectuada en la década de 1940, bien comprobable al menos en el polígono 20-21 de Épila y confirmada por las fuentes orales: "hace 60 años casi toda la Dehesa estaba para pastos. En el monte había mucha tierra común, pa pastos, y ahora está todo cultivado".

Antes, hacia la mitad del siglo XIX, el paisaje agrícola de los términos de Épila y Muel era mayoritariamente cerealista (Todavía a mediados del siglo XX este cultivo cerealista se complementaba en Muel con la llegada periódica de cuadrillas de segadores venidos de la Comunidad Valenciana: "segadores, venían alicantinos a segar, de Beferri, con un cabecero, el que iba delante siempre y se encargaba también de preparar faena. Luego de Muel iban a Jaulín".) y, sin embargo, pocas décadas después experimentó un cambio brusco al igual que otras muchas zonas. La causa de esta transformación se encontraba más allá de los Pirineos, en la extensión de la plaga de la filoxera por los viñedos franceses. Como consecuencia se produjo una auténtica fiebre de plantación de cepas en España, especialmente acusada en ciertas zonas que contaban con tradición en el cultivo, buenas comunicaciones para exportar sus caldos a Francia (Épila contaba con una estación del ferrocarril de la línea Madrid-Zaragoza-Irún, y por Muel pasaba el Cariñena-Zaragoza construido entre 1882 y 1885 al calor de esta coyuntura de expansión del viñedo (Pinilla, 1995: 345).) (que había firmado unos acuerdos arancelarios muy ventajosos para España) y terreno yermo dispuesto a ser ocupado por un cultivo como la vid que se adaptaba bien a terrenos de cierta pendiente o poca calidad de los suelos. Y así, ocupando terrenos anteriormente sembrados de otras plantas, tierras de pastos o yermos, el viñedo fue extendiéndose (Pinilla, 1995: 63 y 65.) hasta llegar a doblar su superficie entre 1857 y 1889 en el Partido Judicial de La Almunia (al que en ese momento pertenecían tanto Épila como Muel). Poco duró esta euforia sin embargo ya que a raiz de la replantación de pies resistentes a la plaga en Francia, su llegada inevitable a la península y, sobre todo, la vuelta de las trabas arancelarias, originaron en los primeros años del siglo XX un descenso de la superficie de la vid en esta zona tan raudo como había sido su propagación anterior.

No podemos dejar de lado asimismo el hecho del aprovechamiento ganadero que recibían mayoritariamente muchas de las tierras concejiles. En Épila este empleo ganadero del territorio se había visto potenciado por la existencia de una Casa de Ganaderos local y, hacia la mitad del siglo XIX y justo antes del empuje definitivo de la roturación masiva, el número cabezas de ganado lanar con las que llegó a contar, más de 21.000, se estimaban ya en aquel momento (Madoz, 1985: 154.) un "número considerable con respecto a sus montes".

Fue precisamente en detrimento de este aprovechamiento ganadero que se obró la extensión de la superficie cultivada, dejando como únicos testigos apenas del antiguo brillo pastoril la excepcionalidad jurídica del trazado fraccionado de las cabañeras o pasos de ganado, único aspecto en el que la actividad ganadera (Esta hipótesis se ve reafirmada por un documento (AHPZ, Hacienda 89) que testimonia la existencia de ciertas parideras en Muel ya antes de 1860, y por la ausencia de recuerdo de construcción de balsas en la memoria popular.) se mantuvo por encima de los deseos roturadores de labradores durante el siglo XIX y que han llegado maltrechas hasta nuestros días pero conservando en parte su trazado y algunos de los mojones que desde antaño sirvieron para señalizar sus límites.

Puede ser éste un buen momento para desarrollar la cuestión de la datación de las cabañas y del resto de las construcciones inventariadas. Después de esta narración de la suplantación del uso ganadero por el agrícola en los términos de Épila y Muel durante la segunda mitad del siglo XIX, podemos afirmar que las construcciones o infraestructuras ligadas a la actividad ganadera, arriesgándonos a generalizar, tendrán un origen más antiguo que las ligadas a la actividad agrícola. Por ello se podría aventurar el origen anterior a ese momento de muchos mojones, balsas y parideras. Y la pertenencia de cabañas, casetas y pozos a la segunda mitad del siglo XIX y a la primera del siglo XX, aunque intentando dilucidar ciertas etapas que pudieron ligarse a algunas tipologías concretas o ubicaciones en especial como tal vez pudo ocurrir con los abrigos y las casetas de refugio ocasional en relación con el cultivo y la expansión de la viña en el último tercio del siglo XIX tal como se sabe que ocurrió con otras construcciones análogas de piedra seca en varios puntos del entorno geográfico como aragonés como La Rioja, La Mancha o Cataluña (Rábanos, 1999; Sánchez, 1998 y Soler, 1994.).

Para la datación concreta de las cabañas excavadas se han seguido cuatro pistas que podían aportar algo de luz sobre este tema.

La primera es la que se basa en la forma, tamaño y ubicación de las parcelas en las que se enclavan las cabañas. Ya vimos que la mayoría de ellas se localizan en parcelas de titularidad municipal o que por su forma irregular, por su pequeño tamaño o por su situación en recodo entre otras parcelas, puede presumirse que fueron de propiedad pública en un momento anterior. De todo ello cabe deducir que la mayoría de las cabañas se excavaron en un momento anterior a la actual parcelación de la zona. Para datar esta parcelación dentro del dilatado proceso de privatización y roturación de los antiguos extensos terrenos municipales de uso ganadero que ha sido repasado, podemos revisar los planos de los registros catastrales (AHPZ, Mapas y planos 4-4-59.) conservados. Habiendo localizado uno referido a 1951, puede comprobarse que muy pocos límites de parcelas han cambiado respecto al actual catastro de 1988 y que el aspecto general en cuanto a número y distribución de las parcelas es muy similar. Muy diferente es el aspecto que presenta el mapa del polígono 20-21 de Épila (el único conservado) correspondiente al catastro realizado en 1941. En él pueden indentificarse un número significativamente menor de parcelas, gran parte de las cuales aparecen diez años después compartimentadas en otras muchas, y de ello puede deducirse que en esa década de 1940 se produjo la última etapa de legalización del proceso roturador que habían indicado ya las fuentes orales. Al mirar, sin embargo, las parcelas concretas en las que se sitúan las cabañas en ese polígono, veremos que la mayoría de ellas (aquellas de tamaño pequeño, contorno irregular o situadas en recodo) presentan el mismo tamaño y aspecto con el que han llegado hasta nuestros días por lo que de ello puede derivarse que la construcción de la gran mayoría de las cabañas debió de producirse en un momento anterior a la ya mencionada parcelación de la década de 1940.

Tampoco hay que dejar pasar el hecho de que es en este tipo de ubicación, en franjas de terreno yermo residuales de los terrenos concejiles de antiguo aprovechamiento ganadero, donde se hallan ubicadas un gran número de otras construcciones de uso agrícola como casetas y pozos.

La segunda pista es la de las fechas inscritas en algunas de las cabañas. A partir de ellas podemos intuir un periodo concreto de gran actividad, no tanto de construcción pero sí de remodelación y acondicionamiento de las cabañas, en la década de 1950. Y la aparición en un caso de la fecha de 1913 nos hace retrasar a un momento anterior a ese año el origen probable para muchas de las cabañas.

La tercera vía es la que nos aportan los fragmentos de cerámica hallados en las cabañas o en sus inmediaciones y que retrasan como máximo el periodo de uso de estas construcciones hasta la segunda mitad del siglo XIX.

Por último, la información oral es la más completa e interesante vía de datación. Según ella, la época de florecimiento en la construcción de cabañas había pasado ya hacía tiempo a mitad del siglo XX, "en la edad nuestra (se construyeron) pocas (cabañas)", y "muchas ya estaban construidas, a lo mejor tenían 100 años", aunque alguno de los entrevistados había participado en la excavación de alguna de ellas o recordaba haber visto cómo se hacían algunas de las últimas bien entrada la década de 1950. Pero un último dato que puede hacer retroceder un poco más la datación de las cabañas más antiguas es el nombre de una de ellas, la conocida como Cabaña del Tío Chindribú (Cb 27 ó 28.19/Ep). Este personaje cuyo recuerdo pervive en la memoria popular de Épila fue un famoso cantador de jota (Zapater, 1988: 483.), tal vez el más antiguo conocido, que vivió durante la primera mitad del siglo XIX. Así que, si diésemos por buena la identificación de este nombre de cabaña con el del personaje histórico, podríamos retrasar como mucho hasta la mitad del siglo XIX la construcción de, acaso, las más antiguas cabañas.

Por todo ello, desde aquí se propone una datación para la mayoría de las cabañas inventariadas (Tampoco se descarta que alguno de los ejemplos pueda presentar una datación anterior pero parace poco probable respecto del conjunto de las cabañas.) dentro de la segunda mitad del siglo XIX. A ello conduce el tipo de parcela en que se encuentran y la evolución de la gestión del territorio epilense durante esa época que, al verse roturado e intensamente puesto en cultivo, debió de necesitar el desarrollo de una infraestructura de apoyo a las faenas agrícolas hasta ese momento prescindible. También corroboran esa datación la ausencia de inscripciones y fragmentos cerámicos más antiguos, así como la información oral recogida.

Otros factores parecen corroborar esta fecha de construcción preferente para las cabañas. Y es poco probable que sea una sola causa la que pueda explicar la elección de esta tipología arquitectónica frente a las demás en este momento concreto. Junto a factores del medio geográfico, ya reseñados, y de la coyuntura histórica que se tradujo en una necesidad de construir un tipo de albergue para facilitar el cultivo de tierras lejanas al pueblo de Épila por labradores y animales de labor, otros (Ibáñez y Casabona, en prensa: 12-13.) como la experiencia y conocimiento de las técnicas de excavación, los recursos económicos disponibles, la previsión de mantenimiento e incluso el gusto personal debieron de influir en distinto grado.

En cuanto a la conservación del conocimiento y dominio de las técnicas de excavación, pudo verse favorecida por la actividad excavadora que se estaba desarrollando en esa misma época en Épila y otras poblaciones cercanas para la construcción de cuevas-vivienda, y por la existencia de ciertas personas que se dedicaban de manera preferente a esta tarea, los 'picadores', a modo de complemento a otras rentas obtenidas del trabajo de la tierra. La técnica de excavación, además, es de una extrema sencillez que favorece su perdurabilidad en un radio de acción local o comarcal. Necesita muy pocas herramientas y todas propias de las faenas del labrador común, los materiales a utilizar son escasos. Estos materiales, además, representan el grado mínimo de transformación de unos materiales de construcción (Urdiales, 1984-1985: 94.) pues la técnica consiste precisamente en la deconstrucción o extracción de tierra, y los pocos necesarios se obtenían del propio proceso excavador o, en pequeñas cantidades (piedras, yeso, cañizos, puertas de madera, herrajes), eran extraídos directamente del entorno o adquiridos a bajo precio a los artesanos que los elaboran en las localidades cercanas. Y dado que la técnica actúa como un factor decisivo (Urdiales, 1984-1985: 97.)  marcando unos límites insoslayables ante los que cada grupo social responde de diferente manera, esta sencillez de la técnica constructiva se adaptaba perfectamente a la escasez de recursos y a las necesidades y posibilidades del grupo social que protagonizó la expansión roturadora (y por lo tanto excavadora) en la zona analizada: los pequeños e ínfimos propietarios y los jornaleros.

Un último factor que pudo favorecer la extensión de esta tipología fue el carácter más definitivo o duradero que parece relacionarse (Urdiales, 1984-1985: 90.) con las arquitecturas excavadas

Los comienzos del siglo XX trajeron al campo aragonés nuevos problemas y lo que podría calificarse como la última expresión de un sistema socioeconómico que estaba a punto de terminar de transformarse radicalmente. Ya hacia 1880 había comenzado una grave crisis en el sector agropecuario aragonés producida fundamentalmente por la llegada de productos agrícolas y ganaderos a bajos precios desde diferentes ámbitos extraeuropeos (Forcadell, 1985: 133-134.). Esta afluencia redundó en una bajada de precios generalizada ante la que la inmensa mayoría de los productores agropecuarios aragoneses (que gestionaban explotaciones de tamaño mínimo) reaccionó con una tendencia a la sobreproducción que se manifestó en una nueva campaña de roturaciones, potenciadas también por una creciente presión demográfica.

Las primeras décadas de la centuria contemplaron en Épila asimismo la instalación y desarrollo de la Azucarera del Jalón que llegó a ser la de mayor producción en España y entre cuyos empleados comenzó a aparecer una incipiente conciencia de proletariado. Algo más lejos de las poblaciones, en la zona de monte, continuaba la tendencia a la roturación indiscriminada con nuevos episodios de descentralización parcelaria como el caso paradigmático ya señalado (Rubio, 2000.) de la Dehesa de Ibar en Muel.

En esta primera mitad del siglo perdura todavía, tanto entre el modo de producción como en la comunidad local y el núcleo familiar, una tendencia a la autosuficiencia que comenzará a quebrarse tímidamente con la llegada de determinados avances técnicos en las décadas de 1920 y 1930 pero que tendrá un nuevo y breve resurgir a partir de la guerra de 1936 con el posterior aislamiento internacional que mantendrá el régimen franquista hasta los años 50.

En la materialización de esta misma tendencia a la autarquía en las explotaciones agrícolas de la zona hay que dibujar, sin embargo, ciertos matices como los derivados de la existencia de los mecanismos de ayuda mutua en la creación y el mantenimiento de infraestructuras de apoyo a las faenas agrícolas como la tendencia a la agrupación de cabañas o casetas, las colaboraciones en la construcción de cabañas, el préstamo de su uso a familiares o amigos, o la construcción y limpieza de los pozos de manera conjunta por todos sus usuarios.

En su aspecto material, estas explotaciones agrícolas solían contar con una infraestructura construida mínima consistente en una cabaña, caseta o conjunto de caseta más estancia excavada anexa, con una clara función de habitación temporal. Estas tipologías, además, desarrollaron una complejidad y compartimentación interior directamente proporcional a su empleo como apoyo habitual a las faenas agrícolas para adecuarse mejor a esta función, haciendo uso de un fondo de conocimientos técnicos comunes como los que se manifiestan en el modo de elaboración de las campanas de las chimeneas, en los tipos de pesebres, de fogones, etc.

En esta distribución interior era determinante el papel primordial que las caballerías jugaban en el proceso agrícola del momento. Para ellas (y para los labradores) es para quienes se conciben y construyen las cabañas, los pozos y muchas casetas. Y su presencia es la que impulsa la colocación del pesebre en una situación central de la planta, todo un feliz hallazgo para el trazado de la compartimentación interior a favor de un diseño más ergonómico de la construcción y la consecución de un (dentro de lo que cabía en ese momento) mayor grado de higiene gracias a la separación nítida entre los espacios dedicados a las personas y los de los animales. Sobre este tema, bastante original en el resto de las casetas conocidas en Aragón, podría aventurarse un posible origen en las cabañas excavadas que después pasó a las casetas construidas e incluso a alguna caseta de paridera. Aunque también puede responder a una primera tendencia más ancestral en la evolución de las tipologías arquitectónicas de albergue humano hacia la separación entre personas y animales, tal como se ha estudiado en la vivienda tradicional de otros ámbitos no muy lejanos (Garcés, Gavín y Satué, 1991: 40.).

Otras cuestiones técnicas pueden situarse en este momento como el agotamiento de la construcción en la técnica de piedra seca tanto en casetas (muy poco común) como en los abrigos, síntoma de una tecnología radicalmente autónoma cuya sencillez comenzaba a carecer de ventajas. Más tendencias se fueron perfilando como la evolución en las cubiertas de las casetas que, de ser presumiblemente de tierra en un pasado no muy lejano, fueron adquiriendo un acabado en hileras de teja árabe más duraderas y efectivas como muestra de un evidente desarrollo económico. También los pozos fueron evolucionando hacia una mayor calidad y consistencia de sus acabados, con la cubrición de mampostería de su depósito y la erección de brocales en su contorno que posiblemente no había sido lo más habitual anteriormente.

Precisamente en las dos décadas centrales del siglo, de 1940 a 1960, se adivina un empuje constructivo final a modo de canto de cisne en las tipologías e infraestructuras de apoyo a las faenas agrícolas. Son numerosos los testimonios de las últimas construcciones o remodelaciones de cabañas, casetas o pozos a la manera tradicional. Y este breve renacimiento constructivo debe situarse en un momento a medio camino entre la autarquía de la inmediata posguerra y la recuperación económica del desarrollismo a partir de 1950, y fue producto también del apoyo por los concejos y del funcionamiento de un sistema de sindicato único, también en las actividades agropecuarias (cuya manifestación en Épila fue la Hermandad de Labradores y Ganaderos), y que a nivel local trató de impulsar estas mejoras de infraestructuras.

Pero iba ser ciertamente corto este repunte de la actividad constructiva en vísperas de lo que iba a constituir una auténtica crisis del medio rural en torno a las década de 1950 y 1960. Importantes cambios socioeconómicos se estaban produciendo en la sociedad española con la irrupción plena de la economía capitalista, y el medio rural iba a verse afectado de lleno por ella. En cuanto a lo que afectó a la utilización de las cabañas y del resto de las construcciones secundarias, puede señalarse el lugar primordial que desempeñó la mecanización generalizada de la producción agrícola: "hace cuarenta años por lo menos llegaron en gran escala los tractores, antes de la guerra había ya pero tres o cuatro". Muchos cambios supusieron los tractores en la vida cotidiana de los usuarios de las cabañas. Fueron un sustituto de la fuerza de tracción animal que acabó finalmente por desaparecer. Reemplazaron en gran medida la fuerza humana de trabajo haciendo mucho menos duro el trabajo agrícola y disminuyendo por tanto también la mano de obra necesaria para una mima explotación que, al mismo tiempo, veía aumentar sustancialmente su productividad. Y fueron un exponente más de la mecanización de los sistemas de transporte que permitieron el recorrido diario de considerables distancias con un mínimo esfuerzo y que, por tanto, volvieron innecesarias las infraestructuras de habitación temporal como las cabañas.

Es en estos años concretos además cuando llegan asimismo los cambios a la actividad constructiva con la generalización de nuevos materiales de origen industrial que permitirán el desarrollo de nuevas técnicas y modelos constructivos sustancialmente ajenos a cuanto hasta ese momento había ido apareciendo en la zona considerada. Algunos documentos (AME, 375-13 y AME, 244-31.) relativos a proyectos de construcción de cabañas de obra en Épila nos muestran claramente esta brusca interrupción en la utilización de técnicas y materiales tradicionales en un cortísimo espacio de tiempo. Prueba de ello es la única presencia del cemento como material industrial en un documento de 1951 mientras que, solo nueve años después, un documento similar ya contempla junto a las "paredes de piedra con barro" (que pronto desaparecerán completamente de la actividad constructiva) la generalización de los otros materiales como en un "tejado de vigas pretensadas de cemento".

Y como anecdótica prolongación del uso de algunas cabañas puede citarse la reutilización de algún caso aislado como espacio de ocio durante cierto tiempo, mejorando su acondicionamiento interno, al modo de lo que ocurrió mucho más frecuentemente con las cuevas-vivienda del casco urbano de Épila: "(las cuevas-vivienda) unos años estuvieron muy de moda, otros que se fueron a la capital la conservaron para venir. Pero los hijos que tenían eran pequeños y luego ya no quieren". Esta utilización de las cabañas, en todo caso, cesó prontamente debido a su lejanía del casco urbano y tan solo un caso parece que continúa siendo empleado de este modo hasta nuestros días (Cb 2.24/Ep).

 

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