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Las  "cabañas" (cuevas excavadas de habitación temporal)                                                             Felix A. Rivas

 

 La vida en y desde las cabañas

- La estancia

Ya hemos comprobado cómo las cabañas de habitación temporal, dentro de la zona prospectada, se encontraban a partir de una cierta distancia del pueblo que podría cifrarse en un mínimo de 7 km y dos horas a pie. Y ahorrarse cada día el recorrido de esta distancia era el motivo fundamental que justificaba la excavación de estas construcciones y su diseño interior: "a lo mejor subir y bajar que tardabas unas tres horas en algunos corros con el carro", o "hasta el Cabezo las Cuevas había tres horas con el carro".

Así se explica que el interior de las cabañas esté perfectamente acondicionado (dentro de las limitaciones generales de la época) para su habitabilidad continuada. Las estancias más continuadas en la cabaña coincidían normalmente con las épocas de mayor concentración de las faenas del cereal y la viña y, por la información recogida, solían ser de seis días seguidos a la semana hasta que el domingo se regresaba al pueblo a cumplir las obligaciones litúrgicas y, sobre todo, a cargarse del aprovisionamiento necesario para las siguientes seis jornadas: "en las cabañas nos quedábamos, allí subíamos a las viñas y a labrar, de lunes a sábado con las caballerías, tres o cuatro".

Era muy importante, y cuesta hacerse a la idea desde nuestro tiempo del imperio del automóvil, el papel que jugaban las caballerías en la vida de los usuarios de las cabañas. Durante las conversaciones que mantuvimos, abríos, machos y mulas iban surgiendo continuamente a medida que los entrevistados rememoraban sus tiempos anteriores a los cambios de las décadas de 1950-1960. No es por azar tampoco que, en la planta de las cabañas, los animales de labor ocupen la mayor estancia de la construcción ni que la íntima conexión entre cuadra, pesebre y pajera tuviera como finalidad fundamental facilitar una de las operaciones principales en el interior de la cabaña: el trato y cuidado de las caballerías. Y este valor especial que cobraban los animales no puede considerarse como meramente funcional sino que, en la concepción general del espacio, podría llegar a adquirir cierta dimensión simbólica.

Aunque resulta realmente complicado en ocasiones intentar separar lo funcional de lo simbólico en el análisis de esta sociedad. Y como ejemplo, podemos escuchar a un labrador que, además de aceptar el hecho de que era natural que se quedasen toda la semana en las cabañas para no tener que andar todos los días un largo camino, explicaba otra razón para él mucho más definitiva: "si te quedabas en el monte la caballería estaba más descansada y se le podía exigir más".

Y no solo en el trabajo en el campo resultaban fundamentales las caballerías, también en las funciones de transporte resultaban imprescindibles: "mulas, machos, caballos, yeguas, algún burro o burra pa llevarte al campo y algunos también para labrar", "llevábamos carros, de dos ruedas, y galeras, con dos pequeñas delante y dos grandes detrás, subías paja, pienso, alfarze", o "ibas el lunes, llenabas el carro de paja y pienso y las herramientas que hacían falta".

Ir al monte no debía de tener nada que ver con lo que ahora significa. No tener que andar cada día por lo menos dos horas de ida y otras tantas de vuelta a finales del día, o encontrarte con la mayor parte de los jóvenes y trabajadores que como tú estaban toda la semana trabajando los campos, tenía que resultar bastante atractivo por mucho que nos extrañe en estos momentos: "antes ibas a quedarte al monte y parece que ibas al Gran Hotel", y es que "hace 50 años en esta época (comienzos de octubre), estaba así de gente". A pesar de ello, si algo faltaba en el monte eran las mujeres. Y es que su papel en las faenas de producción (como el del hombre) estaba rígidamente delimitado: "las mujeres solo subían en el tiempo la trilla".

Cada cabaña normalmente era ocupada por un grupo de personas que solía corresponderse con los miembros masculinos de la familia a los que, en alguna ocasión, podía sumarse un 'criao' o asalariado. También se podía prestar su uso a algún conocido o amigo que la ocupaba en momentos puntuales: "estaban cerradas con llave pero siempre dejabas la llave a algún compañero". Y eso que para los informantes, y contra lo que aparece reflejado en el registro con fines fiscales del Catastro de Rústica, no hay ninguna duda de que cada cabaña era propiedad de su dueño: "si picabas la cabaña, era tuya. El cabezo era del Estado, era tierra común".

Otro elemento de gran importancia en el diseño interior de la cabaña, la cocina o fogón, nos informa de una de las aplicaciones fundamentales de las cabañas, la de facilitar una infraestructura en la que poder preparar diariamente las comidas. E igual que en otros aspectos, la planificación culinaria se plegaba al ritmo semanal que marcaba la vida en las cabañas. "Llevábamos comida para toda la semana, el primer día carne y luego chorizo, longaniza, tocino, guindilla. Se guardaba como en un armario en la pared, el bujero. La cesta del recau, lo que subíamos para toda la semana, era de mimbre y se dejaba en el banco. A último de semana ya salía el pan floreciu. Eran panes grandes, blancos, lo masaban en casa. Te echabas dos o tres panes de esos y ya tenías para toda la semana".

Uno de los alimentos en los que se basaba el aporte de proteínas, ante la falta flagrante de carne fresca ("entonces no olía a carne asada la cabaña, si acaso si se moría alguna res de los pastores") era el adobo, proveniente de la matazía del tocino y conservado en aceite durante todo el año: "el adobo se hacía en casa con costilla y longaniza y lomo del tocino. Se freía y se echaba en una parra de barro (Diap. 316) con aceite, y con el frío del invierno se helaba. Luego se echaba de la parra a otro puchero y se llevaba al monte, cogías tres o cuatro bocaus con el aceite helau y se echaba a la paella y no había que echarle aceite. La longaniza no iba al monte, era para los días de traje, en casa, como el lomo bueno".

Otra preocupación necesaria para poder cocinar era encontrar algo que quemar en el fogón y, como en otros tantos aspectos, se aprovechaba todo o más bien todo lo que estaba permitido aprovechar: "el fuego se hacía de aliagas, ginestas, que era una madera muy fuerte que también se empleaba para hacer los badajos de las esquillas, sisallo... se cocinaba con eso. En el pueblo muchas familias guisaban con paja, leña nada, estaba prohibido y a gente por coger aliagas o sisallos los denunciaban los amos de los campos".

También, en contraposición con lo que ocurría en las cabañas de los pastores, los útiles de cocina empleados eran tan solo las conocidas sartenes con patas y los pucheros de ollería esmaltada de los que aparecieron algunos fragmentos en el interior y las proximidades de las cabañas. "La cocina era con pucheros o alguna sartén para hacer migas", o "en las cabañas casi todo se hacía en la sartén con patas".

Y nada de platos ni de cubiertos finos. Por los hallazgos de restos de cerámica podría hablarse del empleo preferente de fuentes más que de platos. De estas fuentes, igual que de las sartenes con patas, irían cogiendo la comida a la vez todos los ocupantes de la cabaña sentados en los bancos de la cocina o también "en la escalera de la pajera". Con la sola ayuda de las propias manos o de una cuchara de madera o metal: "sin platos todos allí en la sartén", "se comía en la sartén, no llevábamos platos, y alredol de la sartén todo. La sartén, al terminar, se limpiaba con paja blanca y un poco de agua, después otra poca de agua y ya limpio", y con "la cuchara, venía un forastero que no llevaba cuchara y con un canto pan a comer".

Si el ritmo de estancia en la cabaña lo marcaba el regreso dominical al pueblo, el de las comidas lo marcaba el máximo aprovechamiento de las horas de luz solar, según las estaciones, para la realización de las faenas del campo. Al levantarse, antes de nada era el procurarse un (leve) aseo personal: "el espejo pa painase, que no todos llevaban peine, había muchos que no se lavaban la cara por la mañana, en la edad nuestra ya sí, al pozal y ala a lavarse". En esa primera hora de la mañana no había desayuno sino un vigoroso almuerzo que ayudaba a emprender con energía el trabajo. A mediodía se paraba para realizar la comida más potente del día y, por la tarde o noche, ya sin luz, la cena: "por la mañana migas para almorzar", "el padre se levantaba el primero y hacía el almuerzo, las migas, entre dos luces", "al mediodía al rancho, o judías cocidas con chorizo y tocino", y "cocido a mediodía y de noche la paella, con morcilla".

La comida era un asunto trascendental pero no era menos necesario procurar resolver la necesidad de la bebida. Para reunir y conservar el agua con un mínimo de calidad existen todavía multitud de pozos, que es el nombre autóctono de los aljibes descubiertos que recogen el agua de lluvia, repartidos por el monte y no demasiado lejos de las cabañas. De ellos, con la ayuda del pozal de metal que se ha conservado en el interior de muchas cabañas, se extraía el líquido elemento... siempre que era posible: "agua del pozo, del monte y si no había del pozo, al charco o a la balsa del ganau que teníamos que apartar los gusanos". E igual que ocurría con los alimentos sólidos, el barro era el material con el que se fabricaban la mayoría de los recipientes que contenían el agua. Cántaros y, sobre todo, botijas de diferentes formas y tamaños (Diap. 239) mantenían en verano el agua fresca y permitían un fácil traslado para disponer del preciado y líquido elemento allí y en el momento que se tuviera necesidad de él. También se ha recogido alguna información sobre la existencia de una rudimentaria cantimplora elaborada con las técnicas de la época y que recibía el nombre de 'toner' (Diap. 317): "para el agua teníamos un toner, como una vasija de madera que se llenaba con un embasador".

Parecido recipiente, algo menor de tamaño, se empleaba para contener otro elemento líquido con aplicaciones tanto en la alimentación como en el esparcimiento y las relaciones sociales de los ratos libres: "para el vino se llevaba un pipo, que era algo más pequeño" (Diap. 318). Y aunque lo más habitual era el uso de botas, también las calabazas vaciadas (Diap. 246) solían contener el líquido tan apreciado: "la calabaza para beber vino. Haces un aujerico y vas tirando las pepitas vaciándola, (cuando bebías) decían que parecía que mease un tocino porque como no tiene respiradero cae a borbotones".

El cuidado de los animales era otra de las faenas decisivas para garantizar la buena marcha de los trabajos del campo. Su presencia en las cabañas no solo llenaba una buena parte del espacio físico de su interior, "cabían tres o cuatro mulas en cada cabaña", sino que también requería de la presencia de un espacio donde dejar la paja (que "también servía para darle a los animales") fuera de su alcance: la pajera. Y otro donde guardar los aparejos y el pienso para su alimentación: la caseta anexa caso de que aparezca o, más a menudo, el 'bujero' con sus ya nombrados "palos pa colgar los collerones".

El suministro de su comida se hacía dentro de la cabaña, con un diseño interior que resultaba bien ergonómico, al menos en lo que respecta a esta faena. Se hacía "por encima los pisebres" desde el lado de la pajera, el espacio donde solían permanecer las personas y a donde, como ya vimos, solían dar las estacas a las que amarrar o de las que soltar los ramales de las caballerías. "Comían pienso, cebada, panizo, alfarze, paja, avena comían. Se les echaba por la noche pienso, a mitad noche te despertabas y les echabas otra vez, por la mañana otra vez y al mediodía un pienso bueno. Y bebían en los pozos, cerca de las cabañas, cuando ibas a dormir con un pozal en el pozal mismo o se echaba en una pila, y por la mañana otra vez".

Era también la cuadra el espacio de la cabaña que más se ensuciaba y que por tanto requería de una limpieza más atenta: "con la espuerta se sacaba el fiemo de la cuadra. El sábado después de comer ya se limpiaba la cuadra, se sacaba a una femera que estaba cerca de la cabaña. Se hacía aunque la cabaña no fuera tuya, era norma de todos, para que el lunes el que viniese lo encontrara limpio".

La pajera recibe su nombre de la paja que solía albergar y que "servía para darle a los animales y también para dormir". Era por tanto también el lugar de los momentos de descanso dentro de la cabaña como el del sueño nocturno. Este hecho explica la curiosa existencia del escalón (Diap. 247) en el límite entre las estancias de la pajera y la cocina con la finalidad precisamente de evitar que se saliera la paja desparramándose hacia fuera y acercándose peligrosamente al fuego. "La paja era para comer las caballerías y para dormir", "cada semana subíamos un viaje de paja y la echábamos a la pajera para dormir encima de un saco", "las caballerías a un lado y las personas a otro, echabas unos sacos de arpillera y dormías encima vestido en calzoncillos encima y encima mantas, las caballerías servían de calefacción en tiempo invierno", o "¡había una temperatura entre los orines y las caballerías!". Y es que en momentos de rigores invernales, todo calor animal o humano era bien recibido: "se juntaban una familia, tres o cuatro, todos juntos allí en la pajera".

En esas horas nocturnas, el interior de la cabaña se iluminaba con la suave llama del candil, un pequeño recipiente de metal lleno de aceite de oliva y provisto de una mecha de algodón. Aunque fuese pequeño su valor, era preferible transportarlo cada semana por si algún usuario poco amable de la cabaña provocaba una pérdida no deseada: "llenábamos el candil para toda la semana y la mayoría de las veces luego te llevabas el candil para casa".

Así, a la luz del candil, transcurrían las largas noches invernales: "en tiempo invierno a las seis en la cabaña y a las siete ya habías cenau". Era entonces cuando se producían las mejores tresnochadas que aún recuerdan vivamente sus protagonistas (Más información sobre las tresnochadas referida a las comarcas del Moncayo en Bajén y Gros, 1999: 60-61 y 89.). Para uno de ellos, el significado de esta palabra era claro y rotundo: "era matar un rato a charrar". En ellas, los ocupantes de la cabaña, y más a menudo con la compañía de los de otras cabañas cercanas, se distraían con todas las actividades propias de una taberna como las bromas, las canciones, el vino y, en definitiva, las relaciones sociales amistosas. "Después de cenar te reunías a lo mejor", "¡se pasaba de bien en las cabañas! a lo mejor se pasaba alguno y echabas una patata asada, a charrar, allí la bota colgada trago va trago viene", "por la noche el tío Luis el Almuniero armaba cada folklore", "uno siempre se iba a la cabaña con la guitarra y se echaba alguna canción", "una vez con un barral de veinte litros de vino, venga en los bancos, nosotros nos fuimos a dormir pero ellos amanecieron en los bancos", o "sería el año 33, por ahora, pa enero, vino un oso a la plaza y por la noche le hacíamos bailar a Media Virgen el oso".

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