Volver al ïndice

Las  "cabañas" (cuevas excavadas de habitación temporal)                                                             Felix A. Rivas

 

DOS LECTURAS DE PAISAJE (A MODO DE INTRODUCCIÓN)

El entorno de la carretera Épila-Muel, donde se encuentran las 'cabañas' (o cuevas excavadas de habitación temporal) y el resto de las construcciones secundarias sobre las que va a tratar el presente estudio, se caracteriza por presentar un aspecto netamente determinado por la influencia del ser humano. Este aspecto actual ha sido fruto del aprovechamiento básicamente agrícola y ganadero que, con sus peculiaridades a lo largo de los diversos periodos históricos, ha ido modelando lo que los condicionantes edafológicos, geomorfológicos y climáticos habrían llegado a conformar como paisaje 'climácico'.

Por ello, a modo de introducción, podría resultar sugerente desgranar dos breves lecturas o interpretaciones de este paisaje a través de las que, con el uso de los sentidos, cualquiera se considere capaz de 'leer' en los colores, las texturas o los sonidos, los párrafos de ese libro que año tras año los condicionantes naturales y el ser humano han ido escribiendo sobre el paisaje. Tal vez algunas frases se hayan borrado, o un golpe de viento ha podido desordenar las hojas del cuaderno, pero a pesar de ello todos podremos con el uso activo y consciente de los sentidos, alcanzar a descifrar alguno de estos mensajes inscritos en el terreno.

Así que para facilitar y enriquecer este ejercicio, se ha planteado este remedo de interpretación paisajística desde dos puntos de partida diferentes: uno situado a la altura suficiente para dominar una amplia panorámica sobre el propio paisaje, y el otro emplazado en su mismo centro. Ambos además se encuentran en puntos muy frecuentados (me atrevería a decir que son los más frecuentados) por las personas que cotidianamente pasan junto a este entorno, muchas veces sin verlo y la mayor parte de las veces sin mirarlo.

Viéndolo y mirándolo descubriremos muy pronto unas manchas oscuras repartidas entre el tono terroso del conjunto: son las entradas a las cabañas excavadas, mudos testigos de una mayor presencia del ser humano en este paisaje, no tan lejana en el tiempo como puede hacer pensar el silencio y la calma que ahora respira.

 

Desde la N-II en dirección a Madrid, una vez pasada La Muela

Antes de adentrarnos en la zona sobre la que vamos a dar vueltas y más vueltas a lo largo del desarrollo de esta investigación, podemos mirar el paisaje desde lo lejos. Un mirador excelente es el comienzo de la larga bajada de la propia autovía o Nacional II, una vez que deja atrás la pequeña meseta de La Muela, todavía muy cerca de la capital aragonesa. En este tramo, el actual trazado de la vía principal entre Zaragoza y Madrid no elude salvar el escollo del promontorio calcáreo de La Muela sino que sube hasta su extensa planicie situada a medio camino entre los valles del los ríos Jalón y Huerva (afluentes del Ebro por su margen derecha) y desciende después, casi vertiginosamente, acercándose cada vez más a la ribera del Jalón a la que no llegará sin embargo hasta después de atravesar la Sierra de Vicort. Precisamente será esta sierra, junto a la de Algairén -dos de las sierras del Sistema Ibérico que al suroeste de la zona prospectada entran en contacto con la Depresión del Ebro-, los relieves montañosos que en caso de que la atmósfera esté limpia podremos vislumbrar desde nuestro mirador de la autovía.

  

Como desde el coche la visión del paisaje será fugaz, para observar con más detenimiento resultará recomendable detenernos precisamente en la pequeña zona de descanso dispuesta al margen de la calzada.

Podemos suponer también que hemos elegido la estación otoñal para nuestra observación del paisaje. Tal vez el cierzo sople con fuerza y su azote seco y gélido proveniente del noroeste nos golpee la cara y los oídos. Aunque sea así, nada impedirá que nuestra percepción se vea inundada por la omnipresencia del estruendo de los coches y camiones que circulan a gran velocidad en este tramo de la concurrida carretera nacional que une Cataluña y Madrid.

Con la vista, en cambio, podemos obtener sensaciones más gratificantes. La gran panorámica que se observa y la enorme distancia entre nosotros y el propio paisaje, le aporta a éste un paradójico aspecto de quietud y silencio. Las formas del relieve a nuestros pies no parecen presentar una gran complejidad. Plagadas de líneas horizontales o levemente onduladas, los postes de conducción eléctrica son los únicos elementos que marcan en ellas una dirección vertical. Los árboles, al menos los de envergadura apreciable a esta distancia, brillan por su ausencia.

A nuestra izquierda se eleva el promontorio plano de La Muela que, hacia la derecha con dirección suroeste, desciende bruscamente hasta formar un ancho valle de laderas onduladas que se va extendiendo plácidamente. Éste va a ser el marco de nuestra expedición arquitectónica, un pequeño valle que surca el interfluvio Jalón-Huerva entre las poblaciones de Épila y Muel y por el que discurre la carretera comarcal que une ambas poblaciones.

Comenzando por nuestra izquierda podemos fijarnos un poco más y empezaremos a descubrir una serie de elementos que un mapa topográfico nos ayudará a identificar. El primero será la propia plana de La Muela, erizada de parques de molinos eólicos. Si vamos girando la vista hacia la derecha, al fondo, asoma el relieve solitario del Cabezo la Torre, ya dentro del término de Muel y al otro lado de la carretera que lleva hasta Épila. Un poco más abajo (Diap. 2), una gran casa de campo llamará nuestra atención: se trata de la Casa de Roda (en Épila se conoce como la Dehesa Mazas). Algo más al fondo, en la ladera opuesta de nuestro pequeño valle, se ubica la Paridera la Venta y más cercano a nosotros el Cabezo las Cuevas con sus inconfundibles huecos de entrada en hilera. Más a la derecha aparecen también la Paridera de La Canosa, la del Plano y la de Juan Antonio. Fijándonos, tal vez distingamos también, algo detrás de ellas, el llamativo amontonamiento del contorno de la Balsa de Bolea. Aún más a la derecha aparecen otros dos elementos imprescindibles en la panorámica: la propia población de Épila -industriosa y de rancio pasado histórico-, y la aparición totémica de la mole del Moncayo, de cumbre tal vez blanquecina si las nieves se han adelantado este año.

También los colores del paisaje pueden hablarnos de su pasado y su presente. Al fondo encontraremos los tonos oscuros de las primeras sierras del Sistema Ibérico. A nuestra izquierda destacan sobre todo las grandes superficies monocromas del latifundio del Acampo de Roda, manchas oscuras de manzanos y almendros, y amarillentas de los rastrojos del cereal. Conforme giramos hacia la derecha, el terreno se va dividiendo en parcelas más pequeñas y entremezcladas, primero más bien del color verde pálido de los recodos yermos y luego del dorado ceniciento de los rastrojos que va salpicándose, ya en el valle transversal, por los tonos rojizos de los campos labrados (Diap. 3) y de alguna tabla solitaria de viña, de olivos o de almendros.

 

Desde la carretera comarcal Épila-Muel, en El Plano

Otro posible punto de salida para nuestra excursión visual es la partida del término de Épila conocida como El Plano, situada junto a la carretera de Muel hacia la mitad de su recorrido. Ahora nos encontramos en la misma mitad del interfluvio Jalón-Huerva, sumergidos en el propio ombligo del paisaje de las 'cabañas' por el que discurrirá la andadura del presente estudio.

Lo primero que llamará la atención, especialmente a los habitantes de la urbe será que, tal como afirmaba un labrador jubilado en Épila, "ya no queda gente en el monte". En contraste con lo percibido junto a la autovía, el fragor de los vehículos se mantiene pero lejano y sordo como un sonido de fondo, y sobre él se yergue un silencio ancho y largo, roto solo por el breve canto de alguna cogujada ('moñuda' le dicen en la zona) o por el esporádico paso de algún coche o camión por la calzada 

Tal vez hayamos venido a contemplar este paisaje a comienzos del invierno, en una quieta y fría mañana de finales de diciembre. Si es así habrá sido buena nuestra elección pues en esta época, recién labrados y sembrados los campos, podremos apreciar mejor los colores terrosos que lo inundan todo. Este año las areniscas que cubren todo este valle se han visto hoyadas por el aladro un poco más tarde de lo normal porque los labradores estaban aguardando a ver si llovía un poco y se podía aprovechar el tempero. Pero el invierno se les ha echado encima y, con agua o más bien sin ella, ya ha quedado labrado el mosaico de tablas y ribazos que rodea las pocas y resecas franjas de terreno yermo, testimonios deshilachados de la antigua propiedad que el Ayuntamiento ejercía sobre gran parte de estos terrenos a favor de su aprovechamiento pastoril. Hace tiempo sin embargo que la agricultura le arrebató su primacía a la ganadería en la gestión de estos terrenos y tan solo se yerguen en el paisaje las parideras, unas en uso todavía y reformadas con modernos materiales, y otras en avanzado estado de ruina.

La visión general del paisaje, dirigiendo la mirada hacia el sureste, nos muestra un amplio valle que va cerrándose poco a poco hasta el cuello situado ya en término de Muel y enclavado entre el extremo más meridional de la plana de La Muela y los cabezos de San Roque y la Torre.

Sobre el horizonte, comenzando de nuevo por nuestra izquierda, veremos la cuesta de la N-II y los molinos eólicos sobre la Plana de La Muela. A nuestro frente se yergue el Cabezo las Cuevas, que desde esta posición esconde en su ladera oriental las entradas a las cinco 'cabañas' que contiene, y un poco más al fondo la silueta picuda del Cabezo la Torre. Muy cerca de la carretera veremos también en pequeños desniveles del terreno las entradas de algunas cabañas excavadas y, un poco más allá, la Paridera de La Canosa y la Balsa de Bolea.

Algunas manchas de pequeños campos de olivos le dan un toque plateado al tapiz de los campos, y las tablas de almendros y viñas -que ya se han quedado sin hojas- le proporcionan algunos borrones oscuros. A nuestra izquierda, en torno a la autovía y más hacia detrás, se extiende la llamada tierra blanca, de contenido yesífero y arcilloso que solo hace posible el cultivo del cereal. Y si avanzásemos algunos kilómetros por la carretera atravesaríamos la Dehesa de Ibar (Diap. 5), una gran parcela dividida en tablas alargadas y perfectamente paralelas entre sí. Este particular paisaje, que en este época del año se viste de una inesperada armonía de tonos y colores, es fruto de la compra de un latifundio entre un total de 31 campesinos durante la década de 1920. (RUBIO, 2000)

Entonces ya nos habríamos adentrado de lleno en el municipio de Muel y dejaríamos a nuestra izquierda una zona de material arcilloso que, debido a la capacidad para retener agua de este material, acabó recibiendo el nombre de El Balsón. Avanzando un poco más llegaremos hasta Muel, rodeado en parte de tierras de cascaja más aptas para el cultivo de la viña. Y allí podremos descansar en su renombrado parque, bajo una presa romana, o visitar sus afamados talleres cerámicos de raíces musulmanas o buscar en sus arrabales las antaño numerosas cuevas-vivienda con las que contaba.

 

Volver al ïndice